La vergüenza de un país que no se mea encima
«Del ELA llevan descojonándose de risa demasiados políticos, que no tienen la decencia de poner las cosas en su sitio para que deje de matar a los que la padecen»
Al principio no entendía nada. La visión le fallaba un poco, pero la visita al oculista disipó sus dudas. Aún no tenía la vista cansada por muy cansado que se sintiera últimamente. De todos modos, pudo ser un mareo, confirmó la oftalmóloga que le atendió en la tienda del barrio. Si persiste, vuelva, le dijo. Enseguida pensó en la pereza que le daba volver. Si ya le había costado horrores ir la primera vez; él, que tan poco se miraba. Llevaba varias semanas sintiéndose fatigado, demasiado trabajo, el recorte de la nómina, la situación de algunos compañeros. Y la inflación no ayudaba con las cuentas de la casa. Al menos, dos sueldos eran mejor que uno, pero mientras a él le preocupaba el trabajo, a ella le carcomía por dentro verle puteado. Así están en todos lados, se defendía, es lo normal, ¡qué voy a hacer!, pues aguantar un poco más, se consolaba.
Algunas noches, sobre todo las últimas, sentía un cosquilleo en la punta de sus dedos. No quiso contarlo, parecía casi adolescente, como cuando en la tripa jugaban arriba y abajo algunas trizas de algo que no terminaba de entender del todo. Los nervios, la falta de sueño, qué se yo. Alguna vez le pasó después de dormirse apoyado en un brazo como si fuera una almohada. También si mantenía los pies cruzados demasiado tiempo sobre la mesa del salón viendo alguna serie de éstas que sustituyó a los libros que ya no le apetecía leerse. Al cambiar de postura se notaba el peso dormido, inerte, como si hubiera estado en un cubo de hormigón recién secado. Tampoco le daba mayor importancia, será cosa de la edad. Una de esas noches casi pierde el equilibrio al levantarse del sofá. Ella le miró pero él pudo corregir el golpe. No será que has tomado algo, ¿no? Si apenas tengo tiempo, aunque hoy nos hemos bebido un vino después del marrón de despedirnos de algunos que ya no seguirán currando en la oficina. Bueno, date una ducha. Eso haré. Y sólo ha sido un vino.
Después de la ducha, fue a coger el cepillo de dientes. Flipó cuando al intentar agarrarlo, los dedos no le respondían con la precisión de siempre. Se le cayó en el lavabo. Lo volvió a coger con más fuerza, anulando la forma natural que tuvo siempre de ser delicado con las cosas pequeñas. Después, salió medio aturdido y preocupado con tanto cambio de planes. Le atormentaba pensar que cualquier día de éstos podría ser él que se dejara invitar a un último vino de despedida. Ella le esperaba en la cama. Cuando se tumbó al lado, sintió las ganas que tenía de besarla, comenzando a acariciar con su mano izquierda la espalda de su mujer. Ella hizo una mueca al toque de levantarse para colocarse encima suyo. Después de los primeros labios, él sintió que algo no funcionaba bien. No te preocupes, dijo ella. Habrán sido los vinos. Si sólo he tomado uno. Pues entonces será el estrés que manejas. De verdad no te agobies. Pero si he empezado yo, se defendía. En serio, déjalo. Vamos a dormir, mañana será otro día. Siempre le molestó lo rápido que ella se olvidaba de estas cosas. Él ardía por dentro de furia e incomprensión.
Días después, quedaron con unos buenos amigos para comer en sábado. Ella eligió un restaurante especializado en cocido, el favorito de su otra mitad. Tantas semanas raras debían cortarse por lo sano, pasar el rato largo disfrutando, reírse, distraerse. Le contó lo que le venía pasando a su amiga, pero no entró en detalles de alcoba. Eso se lo contó él a su compadre. A mí me ha pasado alguna vez, tío, no te agobies. Será el curro y todo eso que estás soportando. Cuando les trajeron la sopa, pidieron que fuera en un vuelco en vez de en tres. A los cuatro les gustaba mezclarlo. Se reían, disfrutaban, y entonces él fue a llevarse la cuchara a la boca temblando como un niño que ha pecado. Ella se percató de lo que se movía su mano, como si no pudiera controlarla, salpicando el consomé y dejando que cayeran algunos garbanzos sobre el resto de la sopa. ¿Te encuentras bien?
Dejó la cuchara y se levantó pidiendo disculpas para ir al cuarto de baño. Sentía el brazo entero dormido y no dijo lo que había costado tragar para no preocupar más a sus amigos. Fue al abrir la puerta cuando notó que estaba entero mojado, con los pantalones empapados de pis y sin haberse dado cuenta de cuándo había pasado. Entonces, se acordó de aquello que leyó cuando se apodera de uno el miedo, la falta de control sobre algunas calamidades que nos atormentan. A mí me pasó en un poblado, a él le pasaba comiendo con sus mejores amigos. Tardó en salir, intentando limpiarse la mancha y que no se enterara de lo sucedido. Pero ella se había dado cuenta porque siempre se dan cuenta de todo cuando quieren a alguien.
El médico pudo confirmar que padecía ELA, o esclerosis lateral amiotrófica, que lleva esas siglas para atormentar lo menos posible a quienes la padecen. Mil personas al año son diagnosticadas aunque no todas desarrollan la enfermedad de la misma manera. Es como la pena o el sueño, que a cada cual le golpea de la forma que le da la puta gana al bicho, pero que convierte la vida de una persona en un infierno. Y de ese infierno llevan descojonándose de risa demasiados políticos, demasiados gobiernos, que no tienen la decencia de poner las cosas en su sitio para que se investigue y pueda dejar de matar en vida a las personas que la padecen.