Lo que aprendimos con José Hernández
«En los personajes pintados por el artista volveremos a ver la descomposición del poder cuando cae o está a punto de hacerlo»
Tengo un grabado que es un suvenir de juventud. No porque lo adquiriera a los 20 años sino porque a esa edad descubrí a su autor y me gustó. Me gustó mucho su obra, que es lo que realmente conocí. A él no, pero había nacido en Tánger, lo que entonces, para mí al menos, ya era un marchamo artístico con un punto de aventura colonial del pasado. Se llamaba José Hernández y murió hará cosa de diez años. Y hace los mismos años que me regaló ese grabado quien había sido su galerista en Palma durante los 70, Pep Piña, propietario y alma de la Galería Pelaires, que fue donde lo descubrí. Guardo este grabado en un tubo de cartón y aún no lo he enmarcado: ¿diez años? Pues sí: el tiempo de Hernández –la fascinación por su arte– también era un suvenir y el pintor, lo que los norteamericanos llaman un has been. Pero hay un misterio latente en el arte que asoma de manera cíclica y no nos abandona, aunque lo abandonemos. Es el caso, ahora, del arte de José Hernández, que tuvo más presencia que nunca durante la decadencia y caída –por ponernos estupendos con Gibbon– del franquismo.
Entonces éramos muy jóvenes y ver cardenales y obispos deshaciéndose entre moscas, o a uniformados como momias egipcias recién descubiertas por un arqueólogo tronado, nos hacía pensar en que el final de un estado de cosas que no nos gustaba ni poco ni mucho estaba muy cerca. Como así fue y no se necesitaba el visionarismo del arte para anunciarlo, pero digamos que José Hernández fue su ángel trompetero en lo que se llamó pintura literaria. Sin él –como sin Carlos Mensa– el Libro de Horas de aquella época se habría quedado sin las mejores –y más simbólicas– ilustraciones miniadas. También entonces vivíamos de metáforas.
Alguna vez saco el grabado de su estuche de cartón y lo contemplo unos minutos. La imagen es un ser con uniforme de consejero real de cuyo cráneo surge un enorme arácnido que ríanse ustedes de la famosa araña de Louise Bourgeois. Un híbrido monstruoso, clásico del imaginario de Hernández donde los insectos son una de sus grandes claves figurativas y nos recuerdan cómo se imponen al ser humano cuando éste decae o muere. Una secuencia más del Memento mori, algo que en política debería tenerse muy en cuenta y que parece que el uso del poder hace olvidar inmediatamente. De cualquier poder o la amnesia de quien fuimos antes de tenerlo.
«Sería un detalle de realismo que en presidencia de Gobierno solicitaran a Patrimonio algún cuadro de José Hernández»
Pero no dejo a Hernández, al que siempre he visto como un pintor de Vanitas, un Valdés Leal del siglo XX español. Y al leer hace dos días la impecable columna de José Antonio Montano en THE OBJECTIVE, donde comenzaba recordando la caída de Ceacescu, me han venido a la mente las impresionantes In ictu oculi y Finis gloriae mundi de la Hermandad de la Caridad de Sevilla y los finales de ciclos políticos como un paralelismo donde aprender para la vida. Sería un detalle importante de realismo, por ejemplo, que ya que esas Vanitas no pueden salir de Sevilla, en presidencia de Gobierno solicitaran a Patrimonio algún cuadro de José Hernández –alguno deben tener, imagino– y lo colgaran en sitio muy visible. Por ejemplo, sustituyendo El taller de esculturas, de Miquel Barceló en Moncloa, que hasta el pintor mallorquín protestó de que estuviera donde estaba.
José Hernández ya no podrá protestar –tampoco sabemos si lo haría–, pero en sus personajes volveremos a ver la descomposición del poder cuando cae o está a punto de hacerlo. Por si los hay a quienes no les baste con la realidad que tienen frente al espejo, tal vez la pintura de Hernández pueda servirles de verdadero espejo, ese que habla del nosotros que no sabemos ver ni apreciar porque llevamos demasiados años pendientes del ellos adorando a un Nos que no somos. Esa otra forma de la vanidad mezclada con la soberbia, que la política abona y fomenta.