THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Bellos y malditos

«La sospecha era que Helmut Berger sólo sabía interpretarse a sí mismo y nunca sabremos lo que hubiera sido de él sin la protección de Visconti»

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Bellos y malditos

Helmut Berger.

La suerte de la fea la guapa la desea dice el refrán y la belleza es una lámpara que ha atraído siempre toda clase de moscardones, escarabajos peloteros y mariposones siniestros. Todos hemos conocido a mujeres muy bellas sin suerte –o con muy mala suerte– y hay verdaderos especialistas en prometerlo todo, empezando por el esplendor y las sonrisas de los mejores de cada sociedad, y cuando tanta promesa se derruye con el tiempo –y la entrada de jóvenes valores con piernas interminables en el mercado ayuda– lo que queda es, como mínimo, tristón y, como máximo, una juventud desperdiciada, o una ruina a veces. En pocas ocasiones seremos lo que prometíamos y el axioma, cruel o realista, nos incluye a todos. Incluso a los que creen que no les incluye. Al menos esto era así, no sé ahora en el mundo digital.

La penúltima vez que pensé en estas cosas fue al leer sobre el entonces joven actor –ahora avejentado y herido– que hizo de Tadzio en Muerte en Venecia, la película de Visconti, Björn Andresen su nombre. Y la última ha sido la pasada semana con la muerte de Helmut Berger, tan admirado por Visconti. Tanto, que fue su amante durante doce años y se decía que tenía no un busto sino un culo en mármol del actor austríaco como souvenir, (incluso diría que lo vi fotografiado, ese culo en mármol, en una entrevista con el director y aristócrata italiano, pero ya no puedo fiarme de todo lo que recuerdo). Hay un cierto paralelismo entre el adolescente que no vimos crecer y su futuro cuando se presenta de sopetón –Andresen–, y al que sí vimos envejecer sin dejar de ser el eterno adolescente narcisista y envarado haciendo de adulto –Berger–. O por lo menos ese paralelismo está en la decadencia: invisible su evolución mientras se gestaba privadamente en el primero y a ojos del mundo el curso de toda ella en el segundo.

«El actor austríaco siempre tuvo propensión a la vida escandalosa, como si la que no lo es, no fuera vida»

Pero hay más: así como a Björn Andresen lo rodearon los vampiros habituales a ver si podían hacerse con la pieza –ha contado que su paseo por estrenos y festivales cinematográficos era asfixiante y confesó que sentía miedo de los murciélagos (sic) que lo acosaban–, en el caso de Berger fue al revés. Fue el actor austríaco quien plantó su belleza luciferina ante los demás y la utilizó para sembrar el caos y las turbulencias donde hiciera falta o fuera invitado. «¿Queréis belleza?: pues aquí está su cara B», venía a decir. Siempre tuvo propensión a la vida escandalosa, como si la que no lo es, no fuera vida. A esto me refiero cuando hablo de la eternidad adolescente. ¿Era buen actor Helmut Berger? Me parece que no, pero tuvo suerte: la de la fea y él mismo fue afeándose sin pausa. Actuó en películas importantes, aunque desempeñó siempre el mismo papel: histérico con urgencias, arrebatos y rigidez en gestos y movimientos. La sospecha era que sólo sabía interpretarse a sí mismo y nunca sabremos lo que hubiera sido de él sin la protección de Visconti. No sólo cinematográficamente –que por supuesto– sino en su vida.

Y es llamativo que su penúltimo papel fuera en El Padrino III, como trasunto del banquero Calvi, el que apareció ahorcado en el puente londinense de Blackfriars. Allí Helmut Berger ya estaba irreconocible. Como lo estaba, también, Andresen en el documental que le hicieron hace dos años. Ni uno ni otro eran ruinas de la belleza –como lo son las griegas o las egipcias retratadas por David Roberts– sino cascotes, meros cascotes sin civilización previa. Andresen ajustando cuentas con su pasado y Berger lamentándose de su soledad y abandono desde la muerte de Luchino Visconti.

La clave, pues, seguía estando en Visconti, responsable de su descubrimiento y lanzamiento al mundo del estrellato. O sea, responsable, en cierto modo, de la desgracia de ambas vidas. Italia sigue siendo el país de la belleza y Visconti fue una metáfora de la misma con un pie en el XIX y otro en el XX. Como una gran telaraña donde quedaron atrapados los más ¿débiles? y aprovecharon los más dotados para la vida: su lista es larga –de Alain Delon a Giancarlo Giannini, o de Silvana Mangano a Claudia Cardinale–, pero me temo que en ella tampoco cabe Helmut Berger.

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