THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Sollers: 'O tempora, o mores'

«La literatura y su propensión a la felicidad, que siempre es un escudo contra el mal, apartaron al escritor francés, muerto esta semana en París, de la política»

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Sollers: ‘O tempora, o mores’

El escritor francés Phillipe Sollers. | F. Mantovani/Gallimard

Philippe Sollers nació en Talence, un pequeño pueblo bordelés, y en la iglesia de Talence se casó François Mauriac. Uno hubiera dicho que a Mauriac le iba más casarse en Notre-Dame de Bordeaux —allí donde iba a misa los domingos y en tiempos de la Revolución nuestra Teresa Cabarrús cantaba desnuda en el púlpito—, pero no: se casó en la pequeña iglesia neogótica de Talence, al revés que Sollers que se casó por lo civil en París con Julia Kristeva y se marchó de Talence y de Burdeos en cuanto pudo. Mauriac no se fue de Burdeos, al contrario que la mayoría de escritores bordeleses, que se instalaron en París, como era la costumbre, y apadrinaría además el primer libro de Sollers en las páginas de Le Figaro. François Mauriac se quedó y su gran casa en Las Landas debió tener que ver con la decisión: del mismo modo que se casó en Talence, se escapaba de Burdeos a Las Landas gran parte del año: aire.

Sollers, pues, fue uno más de los que se fueron. El ejemplo de Montaigne ya era historia y París el imán de todas las literaturas y el altavoz de todas las modas, literarias o no. De Sollers hubo una época –allá por los 70– que lo sabíamos todo. O por lo menos sabíamos lo mismo que de una actriz de cine. Los cotilleos acompañaban a los libros. Que estaba casado con Kristeva, que vivían en la misma finca, pero en pisos separados y que su pequeño hijo David también vivía, solo, en otro piso y ellos se turnaban. El colmo de la modernidad. Sabíamos que su amante era la escritora Dominique Rolin –como la de Mitterrand era Anne Pingeot– y con los años, ambas correspondencias amorosas, las del escritor y las del presidente, competirían en los escaparates de las librerías.

El mundo intelectual parisino siempre ha tenido cierta propensión a la creación de un estrellato, pero los que estaban de moda en los 70 se llevaron la palma y causaron un efecto contagio (En España a través de Revista de Literatura y Diwan). Me refiero a los estructuralistas y otros compañeros de viaje. Me refiero a Barthes, Pleynet, Lacan, Foucault, Althusser y otros entre los que se encontraba Kristeva y ahí el polvo de estrellas tuvo su mímesis en Sollers, siempre destacado y destacándose, siempre joven y con la sonrisa ¿pícara? en los labios. Políticamente, la mayoría era sartriana: quiero decir que apostaron por el maoísmo y la Revolución Cultural con una frivolidad intelectualmente criminal y lo hicieron sin pestañear. Sartre haría lo mismo con los jemeres rojos, ya saben, aquellos campesinos genocidas cuyos líderes eran señoritos camboyanos de ciudad, educados en La Sorbona. La ejemplaridad que nunca se equivoca, o mira hacia otro lado cuando el espectáculo de los suyos es excesivo.

«No sé si sus libros pasarían hoy el filtro de lo aceptado por quienes se empeñan en hacer las cuentas a los demás»

Pero dejemos la política a un lado, como hizo Sollers antes que los demás, tras apostar por barbaridades de la época (la excomunión a Simon Leys fue una de ellas). Digamos que fue la literatura la que apartó a Sollers de la política. La literatura y su propensión a la felicidad, que siempre es un escudo contra todo mal. Y ahí las mujeres –o su afición por el sexo femenino– tuvieron mucho que ver. Kristeva y Dominique Rolin las que más, pero también muchas otras que aparecen camufladas, o apenas, en sus novelas más llamativas: Mujeres, Retrato del jugador y El corazón absoluto, libros los tres que no sé si hoy pasarían el filtro de lo aceptado por quienes se empeñan en hacer las cuentas a los demás.

Pero libros, los tres, que se escaparon –como Sollers de Burdeos– de los peores tics del estructuralismo y desembocaron, de alguna manera, en la literatura de siempre. O por lo menos en la literatura alejada del experimentalismo vacío que acabó llevando a sus compañeros de generación a un callejón sin salida. Se esté o no de acuerdo con Barthes, aún se le puede leer con cierto placer y es su estilo el que nos lo proporciona. Lo mismo respecto a Sollers y ahí puede el fondo a la forma: un fondo que va de los clásicos a Casanova y Holderlin, pasando por una fascinación neomorandiana ante Nueva York y Venecia. Y lo mismo, también, con Todorov, que es quien más ha resistido a los embates del tiempo y a las modas. A Sollers, repito, lo ha salvado la literatura –ha sido el más escritor de todos ellos–, pero su eco se ha ido apagando en las generaciones posteriores: cuando desaparece la moda es el silencio quien suele ocupar su lugar.

Esta semana Philippe Sollers ha muerto en París. No sé si aquí nos hemos dado mucha cuenta de quién moría –un camino que fue de Mao a Juan Pablo II–, ni de su papel en la cultura del siglo XX.

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