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Guadalupe Sánchez

Manual de instrucciones para derogar el sanchismo

«El voto antisanchista no es simplemente uno de castigo que se conforma con la alternancia, sino que tiene un componente ético, que trasciende a lo ideológico»

Opinión
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Manual de instrucciones para derogar el sanchismo

El presidente del Gobierno Pedro Sánchez, durante su intervención en un acto electoral en Madrid. | Gustavo Valiente (Europa Press)

El sanchismo no empieza y se agota en la persona de Pedro Sánchez ni en los ministros que integran el gobierno que preside. Es una forma autoritaria y utilitarista de concebir el poder que únicamente considera morales y democráticas las ideas y políticas identificables con el partido y con su líder. Ello determina que, a la hora de valorar la idoneidad de las medidas adoptadas, se desdeñe su encaje legal y se ponga el foco en su suficiencia para la consecución del fin pretendido, que no es otro que el de construir un Estado a la medida de los intereses de sus mandatarios.

Esta forma de entender la gobernabilidad se ha demostrado incompatible con la existencia de contrapesos efectivos a la labor del Ejecutivo, con el respeto a la neutralidad institucional y con la tolerancia hacia las opiniones críticas. Efectivamente, al sanchismo no le basta con asaltar los contrapoderes o colonizar las instituciones, sino que también necesita monopolizar el debate público expulsando de esa esfera a quienes se muestren reacios a comprarles su mercancía. 

Sánchez ha empujado a su partido y a todo el apartado mediático progresista hacia la radicalidad de una izquierda antidemocrática, irreconciliable con los fundamentos del poder sobre los que se cimenta la socialdemocracia liberal. No se engañen pensando que es un problema que se han buscado los socialistas y que sólo a ellos les atañe: dado que el PSOE es uno de los partidos del sistema, protagonista de la transición y responsable del advenimiento de la Constitución, la asunción por parte del sanchismo de planteamientos propios del peronismo y del nacionalismo catalán y vasco ha situado a la democracia española en un punto crítico.

Se trata de un proceso de degradación institucional, legislativa y social profundo, que no sólo pretende transformar el modelo político y económico actual, sino también alterar el marco de convivencia, sembrando desconfianza y rencor entre los distintos territorios así como entre las personas que los habitan: no votar socialista equivale a ser trumpista, fascista, machista y ultraderechista; cualidades del todo punto indeseables que habilitan la deshumanización del disidente como paso previo a su señalamiento y posterior escarnio público. 

Los españoles que acudieron a las urnas el pasado 28 de mayo no votaron sólo en clave económica, sino principalmente institucional y democrática, rechazando el modelo de Estado y de sociedad sanchista. Un mandato que no deben ignorar Feijóo y Abascal, los escogidos para abanderar el cambio de rumbo. Efectivamente, el voto antisanchista no es simplemente uno de castigo que se conforma con la alternancia, sino que tiene un componente ético, que trasciende a lo ideológico y apuesta por un modelo institucional y social antitético al que se ha construido durante estos últimos cinco años.

De entrada, derogar el sanchismo implicar renegar de cualquier pacto de legislatura que haga recaer la gobernabilidad del país en partidos de corte nacionalista. No es ningún secreto que, si el resultado acerca a los populares a la mayoría absoluta, para Feijóo podría resultar muy tentador considerar un gobierno en solitario que llegase a acuerdos con el PNV, relegando a Vox a la oposición, ya que así encontraría el pretexto perfecto para no acometer buena parte de las reformas institucionales y legislativas que los votantes demandan. Resucitar el inmovilismo rajoyista sería un craso error que agotaría la paciencia de no pocos ciudadanos que se han movilizado para votar al centro derecha a pesar de su desencanto con la política.

El antisanchismo también es una apuesta por la integridad territorial de España y contra la impunidad de quienes la ponen en cuestión, lo que exige volver a tipificar el delito de sedición. Nadie razonable concibe que en nuestro ordenamiento se contemple una respuesta punitiva para quien roba un móvil, pero no para quien declara la independencia de una región derogando el ordenamiento jurídico vigente. La derogación del delito que castigaba los referéndums secesionistas sin violencia es tan disparatada como peligrosa, pues impide la respuesta de los tribunales ante esos gravísimos hechos. Por no hablar del insulto que supone a todos los españoles que un golpista como Jordi Sánchez, condenado a nueve años de prisión, haya sido premiado con el puesto de director de derechos sociales del defensor del pueblo catalán, con una remuneración de casi 94.000 euros anuales. 

El modelo sanchista justifica recurrir a los indultos para corregir las sentencias contrarias a sus intereses o modificar el código penal para eludir las consecuencias de resoluciones judiciales que afectan a sus socios o a miembros de su partido. Pero el antisanchismo demanda un respeto absoluto por la separación de poderes y reclama abordar la resolución de los problemas con escrupulosa observancia de los procedimientos establecidos. Ello no sólo pasaría por la despolitización de contrapoderes del Estado como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, la Fiscalía o el Tribunal de Cuentas, sino también por incrementar el presupuesto destinado a Justicia, reformar la ley del indulto para que esta medida de gracia no pueda concederse contra el criterio del tribunal sentenciador o impedir que accedan al Tribunal de Garantías personas que hayan ocupado cargos políticos en el Gobierno que los designa. 

Derogar el sanchismo también exige enterrar de una vez por todas el guerracivilismo que pretende mantener vivos los bandos de aquella contienda bélica mediante leyes como la de Memoria Democrática, que además compromete los pactos alcanzados durante la transición. Una cosa es atender las peticiones de quienes quieren dar sepultura a familiares enterrados en una fosa y otra muy distinta el resucitar la política de confrontación y legitimación de la violencia que acabó desembocando en aquel injusto y absurdo derramamiento de sangre. El antisanchismo no reivindica el luminoso pasado de la república, sino el de la transición y la democracia.

«La alternativa al sanchismo deberá aplicarse a fondo en desterrar la arbitrariedad que se ha asentado en nuestro ordenamiento jurídico por obra y gracia del sanchismo»

Tampoco hemos de olvidar que el voto contra Sánchez repudia los ataques a la propiedad privada y las decisiones que cargan sobre los hombros de los ciudadanos los costes de las políticas sociales gubernamentales, premiando al inquilino incumplidor o al okupa en lugar de proteger a los propietarios. El antisanchista aboga por la eficiencia en el gasto, por la colaboración público-privada, por incentivar el ahorro y atraer la inversión. También por una Administración al servicio de sus ciudadanos y no sólo de los funcionarios que en ella sirven, desterrando exigencias como la cita previa. En definitiva, por un Estado facilitador y no proveedor, que eluda el derroche, asista a los débiles y sólo llegue allí donde el sector privado no alcanza o se muestra insuficiente.

La alternativa al sanchismo deberá aplicarse a fondo en desterrar la arbitrariedad que se ha asentado en nuestro ordenamiento jurídico por obra y gracia del sanchismo, que ha dado preminencia a la identidad sobre los actos o los méritos: no es lo que sentimos lo que debe determinar la respuesta institucional, ni lo que somos lo que debe condicionar la entidad del castigo penal. Para ello, hay que reformar determinados aspectos de la ley de violencia de género y de la llamada ley trans. Respecto a esta última, es perentorio dotar de mayor peso al interés superior del menor que a sus deseos, más teniendo en cuenta que estos los pueden llevar a tomar decisiones cuyas consecuencias son irreversibles.

Por último, la derogación del sanchismo pasa, inexorablemente, por la normalización de la crítica al poder. Es intolerable que cuestionar al gobierno se salde en nuestro país con linchamientos personales o familiares instigados por cargos públicos, que han asumido que entre sus funciones se encuentra la de señalar a ciudadanos privados y a medios de comunicación, prodigándoles calificativos y promoviendo su escarnio. El político no sólo ha de soportar un grado mayor de crítica, sino que también ve condicionada su libertad de expresión cuando la dirige a sus administrados.

El 23 de julio tenemos una cita con las urnas para designar a quienes vamos a encomendar la ardua pero imprescindible tarea de enmendar los destrozos del sanchismo. Los escogidos han de ser conscientes de que no sólo se les vota para que demuestren su capacidad de gestión cuadrando las cuentas, sino también para reconciliar a España con el Estado de derecho y la convivencia. Una responsabilidad que, esta vez, no puede ser soslayada.

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