Puente de plata
«En vez de contar a la prensa lo que ha sucedido y dejar al genio en evidencia, lo que se suele hacer es imponer el silencio y abroncar al chico del hotel»
Es un lunes de mayo por la tarde, y en un supermercado de una ciudad del norte español un poeta, angustiado, no sabe si comprar un paquete de jamón serrano por 1,50, o mejor conformarse con uno de jamón de york por 1 euro, para el bocadillo de la cena. Esa misma persona llega el viernes a un festival de poesía en una ciudad del sur y protesta airadamente a la chica de la organización porque en su hotel no le esperaban las veinticuatro orquídeas moradas que exigió, o porque no le han querido pagar el viaje a otros dos amigos suyos o porque desde su habitación se ve un pedacito de Alhambra, sí, pero no se contempla plenamente, por entero, majestuosa, como él hubiera deseado. De la precariedad a las exigencias, del ayuno forzoso a los caprichos, de la mortadela de oferta a la suite del Sultán. ¿Cómo puede suceder eso? Es como lo de Superman antes y después de pasar por la cabina de teléfonos: el mismo desgraciado que entra cabizbajo a la estación o el aeropuerto de su ciudad, sale de la estación o el aeropuerto del lugar donde se celebre el asunto como investido con poderes especiales, altivo y arrollador.
¿Que un escritor se entera de que el invitado de enfrente ha exigido tres botellas de un whisky caro en una cubitera alta de vidrio verde y se las han concedido? Pues entonces él se apresura a pedir cuatro botellas de esas dentro de una antigua vasija fenicia, aunque no le guste el whisky, y lo que desde dentro viven como una lucha muy seria por la reputación, por ver quién es más temido o agasajado en el ranking provisional de los prestigios, desde fuera vemos claramente que se trata de una lucha descarnada por ver quién es más bobo. Aunque también hay espectadores muy dignos de ellos que observan el penoso show con arrobo y toman nota de cómo tendrán que comportarse en cuanto sus libros vendan dos mil ejemplares, pues no hace falta mucho más para creerse con derecho a ello… Es decir, que salíamos en busca de literatura, de trascendencia, y nos encontramos con la estupidez más insondable.
«Excentricidades que, por cierto, rarísimamente se les ocurren a los escritores grandes y sabios de verdad, quienes, por serlo, suelen ser también humildes y amables»
Obviamente, en esto de las protestas de los escritores no incluyo las perfectamente razonables, las que llegan cuando año y medio después de la clausura del congreso no te han pagado aún los 150 euros que facturaste, o cuando tu hotel está a cincuenta minutos del salón de actos y no hay transporte, o cuando en un festival hay barra libre de cocaína para el que la quiera pero llegan las cuatro de la tarde y nadie ha caído en organizar la comida… No hablo de eso. Hablo de los caprichos, de ese poeta que vende trescientos libros pero que exige a su editorial viajar con su cocodrilo, excentricidades que, por cierto, rarísimamente se les ocurren a los escritores grandes y sabios de verdad, quienes, por serlo, suelen ser también humildes y amables.
Son cosas que sucederían de un modo mucho más excepcional y anecdótico si todos esos alcaldes y alcaldesas a los que elegimos hace una semana fuesen, ellos mismos, gente normal, y por tanto no tuviesen miedo a que las «estrellas» del cartel se vayan antes de tiempo, supuestamente ofendidas, por una pataleta de ésas. ¿Que un premio Nobel se ha enfadado por una petición estrafalaria no concedida? Pues mucho mejor, que se vaya. Pero no: en vez de contar a la prensa lo que ha sucedido y dejar al genio en evidencia, lo que se suele hacer es imponer el silencio y abroncar al chico del hotel, o a la jefa de protocolo, o al concejal de Cultura que no permitió ese abuso, o ese agravio comparativo, o incluso ese delito.
Yo a todos estos últimos les recomendaría algo infalible: cada vez que un figurón se destape con una extravagancia de divo, explicarles que no hay problema, que se suspende su intervención dado que, por suerte, en el pueblo de al lado hay un poeta muy majo, y quince veces mejor que el enfadado, que de mil amores se podría acercar esa tarde a sustituirle a cambio de la cuarta parte de los honorarios que le ofrecieron a él, y que ahora se van a reducir, tras su renuncia, a una indemnización muy ajustadita. «Bueno, bueno –vaticino que responderían cuatro de cada cinco–, por esta vez pase, me voy a quedar, pero así no se trata a un Pulitzer que…». Mano de santo. Y a ese quinto que se vaya indignadísimo, puente de plata. Con esa espantada, en mi opinión, todo el mundo ganaría menos él.