THE OBJECTIVE
Juan Marqués

'La hierba del futuro': la 'Jara Morta' de Ángela Segovia

«Este libro puede tener un extra de interés: creo que Segovia ha logrado el híbrido perfecto entre narración y poesía, la mezcla exacta, el empate»

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‘La hierba del futuro’: la ‘Jara Morta’ de Ángela Segovia

La escritora Ángela Segovia.

No sé qué le pasó hace unas semanas a Ana Obregón, algo de un bebé que ha tenido o que ha encontrado, que le llevó a hacer unas declaraciones estremecedoras: «Nunca más estaré sola». Son palabras que sobrecogen no por lo que la gente, al parecer, cree, sino por la terrible maldición que, creo, contienen todavía para muchos. Quiero decir que yo creo que podría aguantar muchos reveses e imprevistos, sobreponerme a muchas cosas malas, pero no a ésa. Si un dios bajase y me dijese: «Nunca más tocarás un libro», o «A partir de ahora serás del Barça», o «Desde hoy sólo ingerirás pan y agua», o incluso «vas a tener que vivir sin manos», «vas a tener que ver todas esas series de las que habla la gente», «te vas a ir a compartir piso con Juan Carlos Girauta»…, serían cosas horribles, insoportables, pero en fin, creo que saldría adelante. Pero si, colérico y cruel, me dijese: «Nunca más estarás solo», ése sería el momento exacto en el que estar vivo dejaría de apetecerme.

Con la soledad sucede como con el silencio, la gente les tiene pavor, cuando para otros son algo así como lo presupuesto, lo necesario, lo básico, los únicos sitios donde de verdad se puede empezar a construir algo. Y con toda la soledad, todo el silencio y hasta todo el tiempo del mundo (hacía mucho que no leía un libro tan conscientemente despacio, parando cada poco para mirar arriba y respirar) he leído Jara Morta, el nuevo libro de Ángela Segovia (Las Navas del Marqués, Ávila, 1987), que, publicado por La Uña Rota, llega hoy mismo a las librerías, y donde también se cuenta una experiencia radicalmente solitaria y silenciosa (a la que acaban poniendo en peligro precisamente la irrupción de terceros y de ruidos, la espantosa tendencia que tiene el mundo a atentar contra la sagrada paz de los demás).

Este nuevo libro continúa la serie comenzada en 2021 en el deslumbrante Mi Paese Salvaje, y, aunque es muy distinto en todos los sentidos, comparte en efecto atmósfera, escenarios, estribillos, tal vez incluso personajes (aparte, por supuesto, de la primera persona que habla), pero es a la vez muy diferente, incluso en la forma, e incluso, tal vez, en el género al que pertenece.

Enseguida vuelvo a eso, pero antes quiero decir que los éxitos y el prestigio de la ya consagrada Ángela Segovia están siendo los premios a una valentía poética que siempre me había parecido insólita, por incondicional e inmensa, y me lo parecía antes de que su poesía lograra conmoverme plenamente, algo que sólo sucedió en Mi Paese Salvaje (luego he podido volver a sus primeros libros con más complicidad, más familiarizado con su «idioma», más preparado para lo que en su día no supe entender). Los mundos que consigue construir ella en sus versos son de una fuerza inexplicable, aunque sean también, al fondo, el testimonio de una fragilidad. Así sucedía y sucede en Mi paese salvaje, y hablaba antes de valentía porque mucho de lo que ocurre en sus palabras, con sus palabras o por sus palabras sucede en parte gracias a unas decisiones lingüísticas que sin duda causarán el rechazo de algunos lectores: esa agramaticalidad deliberada, esas concordancias defectuosas, esas interferencias de otros idiomas que, más que préstamos léxicos o morfológicos, eran verdaderas excursiones a otras lenguas, a otros sistemas, a otras tradiciones. La libertad de la poesía de Ángela Segovia se mostraba en La curva se volvió barricada o en Amor divino literalmente radical, genética, hasta el punto, insisto, de permitirse jugar ya no con las negritas o con los dibujos o con la maquetación…, sino con las «erratas» (que, por descontado, no lo eran). A través de muchos materiales, incluido un humor tan sepultadísimo como imposible de clasificar, se lograba una belleza alucinada que dialogaba verticalmente con la tradición poética, con la lírica antigua, forzando una voz, una sensibilidad y una mirada que la destinan, a ella sí, a elevar, definir y condicionar la buena poesía española de las próximas décadas. Leyendo Mi paese salvaje, en fin, y viendo el mundo emocionante que poco a poco se levantaba allí ante nosotros, sentí que por fin sucedía algo importante en nuestra poesía: tan sencillo como eso. Cuando uno levantaba la vista tras haber leído, encandilado, algunas páginas de Ángela, el mundo era de repente diferente, y era más rico. Uno ya no podía desoír aquello que esos poemas le habían enseñado o, mejor, descubierto.

«Los éxitos y el prestigio de la ya consagrada Ángela Segovia están siendo los premios a una valentía poética que siempre me había parecido insólita»

Abordar la lectura de Jara Morta, en principio una continuación, me pillaba ya prevenido, por tanto, y por eso he buscado momentos propicios para leerlo, tiempo de calidad, aislamiento e incluso naturaleza, campo a mi alrededor.

Qua Segovia publicase el año pasado Las vitalidades, su primera novela, contribuye, en mi opinión, a que no debamos considerar una novela esto que leemos hoy, aunque desde luego contenga una narración, una historia lineal, con planteamiento, desarrollo y desenlace. Quiero decir que sabemos ya cómo es una novela de Ángela, y por tanto podemos distinguirla de esto, que ella llama «cuaderno» y que yo, de ser librero, colocaría sin dudarlo en la sección de poesía. No es una novela poética (como sí lo era Las vitalidades): es un poema narrativo en capítulos, o en secuencias, y lo digo no sólo por las (pocas) partes en las que el libro se hace formalmente poemático, sino por su espíritu interno, por su tratamiento, por su alcance. Sea como sea, las etiquetas son lo de menos, pero para los obsesionados por lo genérico este libro puede tener un extra de interés: creo que Segovia ha logrado el híbrido perfecto entre narración y poesía, la mezcla exacta, el empate. No sólo hay, formalmente, poesía y prosa en Jara Morta, es que hay narración y poema fundidos, una gesta que, en todo caso, no es nada comparada con la hazaña que más importa.

Desde las primeras páginas del libro asistimos ya a una belleza casi insoportable, tan honda que produce poco menos que congoja. Alguien podría pensar que no sucede apenas nada (incluso podría opinarlo al terminar la lectura: que ha leído algo insignificante, anodino, sin apenas sucesos objetivos…), cuando lo cierto es que se trata de un relato repleto de detalles, expresados con una delicadeza deliciosa, hermosísima. La hipersensibilidad de la autora o, mejor, eso que ahora se llama «hiperconciencia» (igual se ha llamado siempre así y yo me acabo de enterar), consigue milagros diminutos, minúsculos, imperceptibles si se lee de una forma rápida, maquinal, distraída, poco comprometida.

Aquí se nos cuenta cómo una mujer joven construye con todo su cariño en un entorno rural (pero no mucho) una cabaña, «guarida» lo llama ella, que visita todos los días y a la que cuida como si el lugar fuese, en sí mismo, un ser vivo. Todos los días abandona su cama, se despide de su «esposo» y pasa horas y horas en su guarida, atenta a todos los sonidos, todos los movimientos, conversando con las flores o depositando modestísimas ofrendas en las oquedades de esa cueva orgánica, sintiendo la presencia amistosa de seres angélicos y sufriendo visitas mucho más materiales, que llegan con la voluntad de dañar y destruir. También reza, pero a dioses sólo suyos, imprecisos, mutables, siendo ella la única feligresa de una iglesia privada, de una religión unipersonal.

Segovia jura en la primera frase del libro que lo que se cuenta en él es verdad, pero no hacía falta: supongo que se trata de algo fundamentalmente alegórico, pero es que no hay que confundir realidad con verdad. En ese sentido (y probablemente, hasta cierto punto, en el otro), lo que aquí leemos sucedió. Con «una capa de espíritu» y «un muro de alegría» la narradora nos da cuenta de sus avances, sus dudas, sus miedos y sus ritmos, y lo que consigue es levantar un humilde y provisional Walden de ramas secas, y con él un mundo muy pequeño del que uno sale conmocionado.

Ángela Segovia vive hoy con su marido y con su hijo en un rincón casi secreto de un barrio de las afueras de Madrid, en una dirección un poco extraña. Y vivir en una calle casi secreta a la que no es facilísimo llegar es algo que le pega mucho, y algo que a mí me alegra: me gusta imaginarla allí, tranquila, junto a todo esa luz, dando palabras a un universo único, insondable, fascinante, inagotable.

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