THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Ojalá fuera Frankenstein

«A diferencia de Víctor Frankenstein y de su criatura, el afán de conocimiento en el presidente es una mascarada»

Opinión
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Ojalá fuera Frankenstein

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno. | Europa Press

Cuando Alfredo Pérez Rubalcaba advertía contra el posible gobierno Frankenstein que pudiera salir de los contactos entre Pedro Sánchez y los partidos de extrema izquierda y nacionalistas periféricos, incluido el que no condena la violencia terrorista, obviamente no se refería a la novela de Mary Shelley, sino a la forma en que se simplificó su argumento al popularizarse: un engendro hecho de retazos que se vuelve contra su creador. Y en ese sentido las palabras de Rubalcaba fueron proféticas. Pero la novela de Mary Shelley es mucho más compleja, y el mensaje político que se extrae de ella aún más aterrador, si cabe.

Víctor Frankenstein, ginebrino en la justa genealogía de Calvino y de Rousseau, no es un científico en sentido estricto. Es un ingeniero. Es decir, alguien que aplica los descubrimientos científicos a la vida práctica y los convierte en tecnología. Es oportunista y ambicioso, pero encarna una verdad que se comprueba cada día: todo avance científico que sea susceptible de ser utilizado en la práctica será indubitablemente aprovechado por la tecnología, aunque en su momento sus alcances suenen más a ciencia ficción. Desde luego, la ciencia que da vida al experimento de Frankenstein era falsa, y por eso estamos ante una novela y no una realidad, pero el impulso que anima a al doctor Víctor Frankenstein es verdadero. Dicho de otro modo, si mediante la «galvanización» el impulso eléctrico hubiera sido capaz de insuflar vida, como creían no pocos científicos en los albores del siglo XIX, eso se habría convertido en una realidad inevitable. Esa era la misión de Prometeo, robar el fuego a los dioses y dárselo a los hombres. 

En la novela, el engendro sin nombre, que por metonimia llamamos como su creador, tiene un reclamo justo que hacer: por qué me has creado, Víctor Frankenstein, si no puedo ejercer dos de las claves de la vida humana: vivir en sociedad y reproducirme. Con los otros, estoy condenado a ser un anacoreta, un bárbaro fuera de los muros de la civilización. Por qué me creaste si estoy condenado a ser un salvaje. Y además no tengo con quien «perpetuar del barro mi linaje». Qué le pide su criatura a Frankenstein: una vida civilizada y una pareja. Él, o ello, también necesita una villa al pie de los Alpes y una dulce prima Elizabeth a su lado. 

La tercera clave de la vida, aparte de la vida en familia y en sociedad, es la curiosidad, el afán de conocimiento. Efectivamente, el monstruo aprendió por su cuenta el lenguaje simbólico (verdadera inteligencia artificial) escuchando a unos campesinos desde su escondite. Incluso se formó con tres clásicos: El paraíso perdido de Milton, Vidas paralelas de Plutarco y Las penas del joven Werther de Goethe. No tenía ambición hasta que descubrió el poder y sus intrigas en Plutarco, no sospechaba las carencias de la vida ante la imposibilidad de tener el paraíso en la tierra hasta leer a Milton y no sabía del veneno del desamor hasta que se compadeció de Werther gracias a Goethe. Shelley es una filósofa de altos vuelos además de una novelista gótica. Y su libro es una fábula perfecta de los riesgos de la creación. El mito mata y es vengativo, cierto, pero tiene consciencia moral y sabe del daño que ocasiona. Por ello, después de asesinar a su creador acaba suicidándose. Los hechos suceden en el gélido camarote de la nave del capitán Robert Walton, el personaje-narrador de la novela. Y lo hace de una manera melancólica y valiente, enfilando su barca solitaria hacia las nieves perpetuas del Polo Norte.

«La gran falla de la comparación es esta: ¿un Sánchez con conciencia?, ¿un Sánchez arrepentido de vulnerar el pacto de concordia de la Transición?»

Si la metáfora fuera precisa con este gobierno, habría esperanza. («No tema, no volveré a cometer más crímenes. Mi tarea casi ha concluido», le dice el engendro a Walton al final del libro.) Pero no. A diferencia de Víctor Frankenstein y de su criatura, el afán de conocimiento en el presidente es una mascarada. Se limitó a patrocinar una tesis de doctorado, falsa e inútil. También sabemos que su afán de vivir en sociedad pasa por un único mantra: yo, espejo en mano, en la cima de la montaña. Sin embargo, la gran falla de la comparación es esta: ¿un Sánchez con conciencia?, ¿un Sánchez arrepentido de vulnerar el pacto de concordia de la Transición?, ¿un Sánchez contrito por traspasar los límites de la democracia representativa?, ¿un Sánchez con remordimientos por caer en el influjo de la democracia asamblearia y directa?, ¿un Sánchez afligido por apelar al resentimiento de la masa?, ¿un Sánchez penitente por cruzar todos los límites de la institucionalidad y la decencia? 

Ni a Mary Shelley, ni a Lord Byron, Percy Shelley, Claire Clairmont y John Polidori, sus enfebrecidos compañeros de esa noche de fantasmas en la Villa Diodati donde nació el doctor Víctor Frankenstein, podemos exigirles tanto. 

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