Gustavo Petro y la épica del fracaso
«El demagogo no asume sus errores; se victimiza y señala al enemigo del pueblo o al rico antipatriótico como responsable de su debacle»
Quien quiera ver, en tiempo real, cómo funciona el populismo, a qué elementos emocionales recurre y cuál es la retórica con la que opera, no puede dejar de atender a lo que está ocurriendo en Colombia. El espectáculo ha sido desconcertante, por decir lo menos. Gustavo Petro, que empezó su Gobierno con talante moderado, pactista y pragmático, y que había logrado la increíble hazaña de domesticar al uribismo, vincular a los conservadores a su programa de Gobierno y aprobar una reforma tributaria ambiciosa, hoy gobierna en una tarima al pie de la calle, se deja la laringe en los andenes, ataca a la prensa y se encierra en una burbuja de fidelidades caninas impedidas de desviarse un milímetro de lo que ordena el pueblo, es decir, de lo que ordena él mismo.
¿Cómo empezó esta debacle? Basta con ver la trayectoria de Petro para no llamarse a engaños: todo esto era plausible. A él siempre lo exaltaron las vías de hecho. En sus memorias recordaba su paso por Zipaquirá, en los ochenta, donde promovió una toma de tierras que sirvieron para erigir el barrio Bolívar 83. Nada exalta a Petro más que el poder popular, el líder asambleario que guía y orienta a la masa en la toma de decisiones y que la incita a la acción. Ese es el sueño húmedo del populismo, una relación directa entre el líder y el pueblo, y una mayoría o una multitud poderosa que exige se cumplan sus demandas sin trámites institucionales ni respeto por la legitimidad democrática del opositor que se encuentra en minoría.
Ese es el Petro más Petro, sin duda. Sin embargo, durante los primeros seis meses de su Gobierno su razón logró controlar la exaltación romántica y maximalista que ve en cada pacto con el opositor una traición a la pureza de sus ideales, y los resultados fueron notables. Pero entonces vinieron los problemas. Uno de sus ministros, Alejandro Gaviria, expresó sus dudas sobre otra ambiciosa reforma, la de salud, y Petro lo descabezó el 27 de febrero. El 26 de abril repitió la gesta. Destituyó a lo que quedaba del sector pragmático de su Gabinete, al Ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo, y la Ministra de Agricultura, Cecilia López. Dinamitando la coalición de Gobierno, Petro quedó blindado por activistas y fieles, pero sin margen de maniobra en el Congreso.
«Armaron un escándalo cutre y venal que acabó con la revelación de audios en los que el segundo daba a entender que en la campaña de Petro se violaron los topes y entraron dineros turbios»
Ganó pureza ideológica y perdió gobernabilidad. La única salida que le quedó a Petro fue deshacerse de la máscara pragmática y volver a las esencias populistas: «¡A la calle!». Fue en medio de esta degradación política, cuando ya se veía un tanto maniatado, sin iniciativa y claramente desbordado por los promesas grandilocuentes e imposibles que hizo como candidato, que dos de sus aliados más fieles, su jefa de Gabinete, Laura Sarabia, y su embajador en Venezuela, Armando Benedetti, armaron un escándalo cutre y venal que acabó con la revelación de audios en los que el segundo daba a entender que en la campaña de Petro se violaron los topes y entraron dineros turbios.
Si ya había perdido la gobernabilidad, con este bombazo perdía legitimidad y popularidad. Su Gobierno dejaba de proyectar esa imagen franciscana, gente pura que no dormía pensando en los pobres de Colombia, y sembraba las dudas de siempre: ambición de poder, espionaje ilícito, trampa electoral, corrupción. Esta suma de errores garrafales, achacables sólo a él y su entorno, supuso el mayor autosabotaje a un gobierno en la historia reciente de Colombia.
Petro, sin embargo, ha empezado a decir que se fragua un «golpe blando» en su contra. Antes había defendido a Pedro Castillo y ahora se compara con él: los poderosos lo quieren tumbar por gobernar para el pueblo. Para conjurar esa supuesta amenaza, salió a la calle a movilizar a sus bases y a enardecer a sus fieles diciendo que al pueblo no se le pueden quitar los derechos que estaban consignados en el plan de Gobierno con el que ganó la presidencia. Desconociendo la legitimidad de los legisladores opositores, aseguró que las reformas ya habían sido aprobadas en las urnas, una visión iliberal de lo que es la democracia. Ese ha sido su recurso, patear la piedra hacia delante exacerbando el resentimiento y la movilización callejera, y confiando en que la masa se imponga finalmente a las instituciones oligárquicas que impiden al pueblo cambiar la historia.
Todo esto, por exaltante que parezca, está llamado a degenerar en polarización y violencia o a fracasar estrepitosamente. Petro sabe que no hay atajos. Su discurso pacifista le impide apelar a la primera opción, y por lo mismo sólo le queda dignificar su fracaso, convertirlo en la guerra inicua entre un presidente puro, fiel a sus ideales, hermanado con el pueblo, que fue víctima del establecimiento, de la oligarquía, de la prensa racista, de los asquerosos ricos que explotan a los trabajadores humildes.
Pero el único responsable será el presidente. Cuando se prometen cosas irrealizables, el resultado obvio es la frustración y el resentimiento. Lo lógico sería reconocer el error y enmendar el camino, pero Petro no lo hará. El demagogo no asume sus errores; se victimiza y señala al enemigo del pueblo o al rico antipatriótico como responsable de su debacle. Ese es un vicio latinoamericano del que Colombia se había librado. Ahora, convirtiendo su fracaso en épica, Petro intentará inocularlo.