Mentiras, manipulaciones y maldades
«Lo que hay que derogar, una vez Sánchez haya salido de la Moncloa, es una forma de entender el Estado que ya ha arruinado las expectativas de nuestros hijos»
Una de las quejas más habituales de un tiempo a esta parte es que hoy los hijos viven peor que sus padres. Es difícil aceptar o refutar esta afirmación porque para saber si se vive mejor o peor hoy que hace 50 años, por poner una cifra, hay que tener en cuenta muchos aspectos. Algunos fácilmente medibles, otros no tanto.
Si tenemos en cuenta la atención sanitaria y los avances de la medicina, no sólo hoy se vive más tiempo, sino que ese tiempo extra se aprovecha en mejores condiciones. La vida es ahora más confortable, más segura y, en general, tiene más calidad que hace unas cuantas décadas. Así que, en términos absolutos, diría que los hijos no viven peor, sino que viven más y mejor que sus padres.
Son muchas las cosas que hoy consideramos imprescindibles y que nuestros padres no sólo no disfrutaron, sino que siquiera imaginaron que podrían ser posibles. Por ejemplo, el aire acondicionado, bastante habitual en nuestras viviendas, oficinas, establecimientos y automóviles, o los dispositivos móviles. Pero no hace falta llegar a tanta sofisticación para marcar diferencias, porque, en la época de nuestros padres, el teléfono convencional tardó bastante en estar presente en un número significativo de viviendas.
Hay muchas cosas que en tiempo de nuestros padres no existían o eran infinitamente peores. La red de transporte público era mala y las autovías eran carreteras futuristas que estaban más allá de los Pirineos. Y los equipos médicos para diagnosticar lesiones y enfermedades que no fueran los rayos X descubiertos en 1895 llegaron tarde y con cuentagotas.
Sin embargo, de lo que sí gozaron nuestros padres fue de un razonable margen de mejora. Si trabajaban duro y ahorraban y, claro está, la mala suerte les respetaba, al cabo de unos años podían acumular un patrimonio, tener una vivienda en propiedad antes de haberse jubilado o incluso, en el caso de la pujante clase media, una segunda vivienda. Este margen de mejora es lo que está en entredicho en el presente.
«El margen de mejora de los jóvenes es hoy mucho más limitado que el de sus padres»
Los jóvenes tienen una vida en general bastante mejor, más larga, confortable y saludable, al menos en el aspecto material. Disfrutan de muchas más comodidades, lujos y servicios que, por cotidianos, dan por descontados. Pero su margen de mejora, respecto de su punto de partida, es en comparación mucho más limitado que el de sus padres. De hecho, en las últimas décadas, este margen, o bien se ha estancado, o bien se ha reducido.
Sé que la correlación no implica causalidad. Pero el progresivo empeoramiento de las expectativas de las nuevas generaciones coincide de forma muy llamativa con el aumento simultáneo de las expectativas de un Estado en cuya jurisdicción viven e intentan prosperar sus integrantes. Quiero decir que, al mismo tiempo que el Estado se ha ido haciendo más grande, opulento y expeditivo, las expectativas de los jóvenes han ido languideciendo.
En 1970, el gasto público representaba el 22,5% del Producto Interior Bruto. En 2022 esta proporción prácticamente coronaba el 50%, es decir, se ha más que duplicado. Si a este incremento añadimos que el PIB de 2022 es mucho mayor en términos absolutos que el de 1970, jóvenes o viejos deberíamos sentir un cierto vértigo, en vez de asumirlo como normal o irremediable.
Es simple intuición, y pido disculpas por ello, pero algo me dice que cuanto más aumenta el peso de las Administraciones Públicas respecto del PIB y consiguientemente su discrecionalidad en el gasto, más se estrecha el margen de mejora de los españoles. Lo cual es muy perjudicial para los adultos que disponen de un patrimonio, pero, en el caso de los jóvenes, que tienen todo por hacer, más que perjudicial resulta catastrófico.
No dudo de que el Estado nos ama a todos, y muy especialmente a los jóvenes, aunque ame más aún a los pensionistas. Constantemente da pruebas de este favoritismo juvenil en forma de ventajas y privilegios. Abonos de transporte a precios reducidos, bonos culturales para comprar videojuegos, educación pública «gratuita», matrículas universitarias accesibles, becas, rebajas en el nivel de exigencia académico, para que nadie quede descolgado, incrementos del Salario Mínimo Interprofesional, para que desde el primer empleo disfruten de un salario «digno», etc.
Sin embargo, todas estas muestras de amor, que no son nuevas, sino que el Estado lleva décadas derramando sobre sus hijos, no parecen surtir demasiado efecto. Si así fuera, los jóvenes mirarían al futuro con optimismo. Pero lo ven negro como la boca de un lobo… y razón no les falta. Lamentablemente, tener razón no es suficiente para que cambien sus expectativas.
Recuerdo que de niño aguardaba cogido de la mano de mi abuelo a que un semáforo se pusiera en verde. En cuanto cambió de color me solté y crucé la calzada a la carrera. Cuando mi abuelo me alcanzó, me reprendió severamente. Yo alegué que el semáforo estaba en verde y que la razón estaba de mi lado. Entonces él me respondió: «Y si un conductor despistado se salta el semáforo, ¿de qué te servirá morir con toda la razón?».
«No basta con que nos asista la razón para que las cosas sucedan como esperamos»
Lo que trataba de explicarme mi abuelo es que los cementerios están llenos de cadáveres amortajados con razones. Que no basta con que nos asista la razón para que las cosas sucedan como esperamos. Para salir bien librados, debemos prestar atención y mirar más allá de la señal que nos indica si podemos cruzar o tenemos que detenernos.
La razón de esta anécdota, y su moraleja, es identificar al Estado con un semáforo trampa que traslada a los jóvenes la sensación de orden, de seguridad, que el Estado lo tiene todo previsto, planificado, y que basta con obedecer sus señales y, por supuesto, agradecer sus desvelos, preferiblemente pagando buenos impuestos, para que sus vidas discurran felices. Pero no es cierto. Aun a pesar de todas las prevenciones, la vida los atropellará en cuanto se confíen. Es más, el propio estado lo hará. De hecho, ya lo está haciendo por confiados.
Ocurre que para percatarse del atropello del que son víctimas, los jóvenes deben aprender a mirar más allá de las señales, de esas convenciones automatizadas que les han inculcado a machamartillo desde la más tierna infancia. Necesitan preguntarse si su deprimente margen de mejora no tendrá algo que ver con el imparable incremento de los costes laborales, la vertiginosa subida de impuestos, el sindiós del mercado laboral y la transformación de las universidades en máquinas de imprimir títulos y fabricar parados. O también si las leoninas restricciones al suelo edificable y las cada vez mayores regulaciones energéticas y ecológicas que emanan del Estado no tendrán algo que ver con el encarecimiento del alquiler, la venta de viviendas y la propia vida.
¿No serán todos esos efectos «indeseados» consecuencia, no del manido liberalismo, sino de ese amor asfixiante que el Estado, por boca de los políticos, dice profesar hacia ellos?
En una reciente entrevista, el mismísimo Pedro Sánchez señala con la impresionante precisión de un láser en qué consiste el sanchismo: «Mentiras, manipulaciones y maldades». Pero, si me lo permite, querido lector, diría que tan certera definición trasciende a este gobierno. Que lo que hay que derogar, una vez Sánchez haya sido desalojado de la Moncloa, no es el sanchismo, sino una forma mentirosa, manipuladora y malvada de entender el Estado que ya ha arruinado las expectativas de nuestros hijos, para que al menos nuestros nietos puedan mirar al futuro con cierto optimismo. Nada me agradaría más que ver en esta campaña electoral algo siquiera parecido a tal propósito de enmienda.