Arde hasta la bandera
«Mejor hubiera sido apostar por otro modelo, otras políticas de inmigración, que recurrir a detenciones masivas»
Hoy arde Francia en su corazón antiguo y literario. Vemos arder los viejos panteones, los colegios, las bibliotecas, las escuelas, los quioscos donde todavía podías comprar Los Miserables de Victor Hugo. El señor Macron es el primero que se quería evadir del asunto, trataba de refugiarse en un concierto de Elton John, que no es lo mismo que acudir a visitar los suburbios donde viven los inmigrantes. Arde Francia. Hasta Napoleón ha salido a la calle vestido de bombero. Los inmigrantes, los comunistas, los estudiantes y toda la izquierda, querrían hacer de este momento una revolución épica, pero esto no es un mayo del 68 y tampoco es como cuando en las barricadas se leía a Marcuse y a Sartre. Francia está muy vieja y dividida, y la violencia y el odio campan estos días a sus anchas.
«El Tercer Mundo y el Cuarto han caído sobre los suburbios, guetos de delincuencia desde Marsella a París»
No volver a construir un colectivo sobre la destitución y la persecución de otro: es la gran promesa de la Europa posthitleriana. Pero, ¿que ocurre si arde hasta la bandera, y parte de la población percibe su propia bandera como sospechosa? Finkielkraut ha escrito en Identidad, citando a Scruton, que hay otro problema en Europa llamado oikofobia: «el odio a la casa natal, y la voluntad de desembarazarse del mobiliario que ha ido acumulando a lo largo de los siglos». Francia, laboratorio de Europa, es hoy una nación fallida, humillada y vencida. El Tercer Mundo y el Cuarto han caído sobre los suburbios, guetos de delincuencia desde Marsella a París, y el mito de la Fraternité ha ido decayendo. Yo he vivido en la frontera de Francia con Suiza: los inmigrantes en Ginebra dirigen bancos y farmacéuticas y en el lado francés deambulan buscando trabajo por las calles. Es una de las muchas fronteras invisibles que hoy recorren nuestra vieja Europa. Hay, además, una puja por el control territorial, unos códigos en base a identidades. Y «hay ideas que tampoco pueden traspasar ciertos muros y crean cortocircuitos. Parte de la población no se reconoce en las leyes ni en pilares de la vida francesa, ni en el espíritu democrático», explica Alejo Schapire.
En 2005 Chirac tuvo que recurrir al ejército, como hoy hace Macron. Chirac salió al balcón a decir que detendrá personalmente estas «oleadas de extranjeros», pero es que son ciudadanos franceses. Hay más de mil detenciones, muertos y heridos. Mejor hubiera sido apostar por otro modelo, otras políticas de inmigración, que recurrir a detenciones masivas. Ahora ya es tarde, y solo pueden apagar el fuego, fuego errático y desnudo. Francia tiene ya un problema cíclico de sublevaciones incendiarias en suburbios y ciudades divididas, y aunque no conviene hablar de «choque de civilizaciones», deberíamos releer aquel artículo de Samuel Huntington publicado en Foreign Affairs en 1993. Francia ha ardido muchas veces, pero ahora algunos acabarán poniendo como bandera un trapo de fregar, porque la bandera francesa ya no tiene quien la enarbole. Arde Francia, arde la cuna de Occidente y esta vez tampoco estallará la guerra civil, pero ya se cuentan las víctimas, ciudadanos franceses de un lado y de otro.