Votar bien, votar mal
«Votar bien o mal no depende de la formación política a la que votas sino de la razonabilidad y coherencia de los motivos por los cuales le votas»
Hace casi un par de años, unas palabras pronunciadas por Mario Vargas Llosa en un congreso del PP en Sevilla levantaron una gran polvareda porque en sustancia parecía que, en estos tiempos, votar bien era votar al PP. Desde luego no era un pensamiento de gran profundidad sobre el sentido del ejercicio del sufragio sino más bien un eslogan bastante simple de apoyo a un determinado partido.
Poco después intentó aclararlo de forma más argumentada en uno de sus habituales artículos dominicales en El País. Lo acabo de leer y tampoco me ha convencido. Debo decir, para que no se confundan los lectores, que soy un gran admirador del maestro Vargas Llosa, no sólo por su obra narrativa sino también por su intervenciones constantes como intelectual público. Pocos escritores vivos tienen su alto grado de independencia de criterio y su capacidad de argumentación coherente. Ética y estéticamente, la obra de Vargas Llosa me parece insuperable. Pero esta vez no coincidimos.
Vargas Llosa viene a sostener (aunque de forma bastante confusa, cosa inhabitual en sus escritos) que uno vota bien o mal según las consecuencias del resultado de las elecciones. Por ejemplo, votar a Maduro en Venezuela no fue un caso de votar bien porque el país ha ido a peor; los británicos votaron mal en el referéndum del Brexit porque su salida de la UE les ha perjudicado. Desde luego es un manera de verlo, se vota bien o mal por las consecuencias, por el gobierno que resulta de las elecciones, por una decisión mal tomada en un plebiscito. Sin embargo, esta manera de verlo está contagiada de subjetivismo: las consecuencias del resultado pueden ser más o menos previsibles pero nunca seguras, no son ellas las que pueden fundamentar la calidad del voto, que es de lo que se trata.
«No se vota bien o mal por el resultado final, sino por las razones que inducen al elector a escoger una papeleta»
La calidad del voto depende, a mi modo de ver, de su fundamentación, no tanto buena o mala, sino exigente. El voto es individual, no votan los electores como un conjunto, sino cada uno de ellos por separado. Es el elector quien deposita su papeleta en una urna, después vendrá el recuento en cada mesa electoral y a través de un procedimiento con reglas muy precisas se llegará al resultado final, la suma de todas las papeletas a listas electorales de las que se deducirá, aplicando el principio de la mayoría, quién es el partido o coalición electoral ganadora. Pero el elector no vota bien o mal por ese resultado final sino por las razones que le han inducido a escoger una u otra papeleta.
Un principio fundamental del cualquier régimen democrático es el pluralismo de ideas y de intereses. Por tanto, en una democracia los resultados electorales expresan este pluralismo, esta diversidad. Y este es el punto clave para saber si se ha votado bien o mal: cada elector debe ser consciente de cuáles son sus ideas y sus intereses en el momento de depositar la papeleta y la calidad de su voto responde a que sepa calibrarlas bien o mal. En consecuencia, es en el proceso de formación de la voluntad del elector para decidir votar a unos u otros donde reside el fundamento de la calidad de su voto.
Votar bien (o mal) es el producto de haber meditado honestamente y en conciencia, no a la ligera, la decisión. En este sentido, votar bien tanto puede ser votar a uno como a otro, al PSOE o al PP, a Vox o a Bildu, a ERC o a Sumar. La calidad no proviene del destinatario del voto sino de tomarse en serio esta decisión personal e intransferible.
A algunos les sorprende que en barrios de muy bajo nivel de renta se vote preferentemente al PP (o a Vox) y en otros más acomodados el ganador sea el PSOE (o Sumar). Bien pensado no debería sorprender, la vieja división de los partidos en los de derecha=ricos, los de izquierda=pobres, hace tiempo que se ha quedado desfasada. Incluso mucho tiempo, nos podríamos remontar a la Europa de hace un siglo.
«Hay votantes que siguen su propia tradición personal. Ninguno se molesta en razonar, votan por creencias»
También hay votantes (muy integristas) que siguen su propia tradición personal: yo soy de izquierdas, yo soy derechas, me basta con ser consciente de esto; e incluso otros (muy conservadores) dicen que en mi familia siempre se ha votado derechas o se ha votado izquierdas, yo sigo las costumbres de la saga familiar. Ninguno se molesta en razonar, votan por creencias o tradiciones.
Pero no siempre son estas las razones del voto: hay algunos electores que piensan, que utilizan su inteligencia y conocimientos, que buscan argumentos, que alternan o varían el sentido de su voto para premiar o castigar a gobierno u oposición según han ejercido bien o mal el ejercicio de sus funciones. Si no fuera por ellos, el resultado electoral casi siempre sería el mismo, solo variaría por los fallecidos y los nuevos votantes mayores de 18 años o recién nacionalizados.
Estos votantes razonables, que a veces no se atreven a decir a quién van a votar ni a sus amigos, ni siquiera a su pareja o a sus hijos, son aquellos que, a mi parecer, votan bien, sea cual sea la papeleta que depositen en las urnas. En el bien entendido que son razonables no sólo porque ejercen el juicio propio, la sensatez, la libertad personal, la responsabilidad como ciudadanos, sino porque previamente se han informado debidamente de lo que está en juego, de cómo se ha ejercido el poder, de cómo pueden otros ejercerlo, de la confianza que le suscita un determinado partido, su líder y la dirección del mismo.
En conclusión, votar bien o mal no depende de la formación política a la que votas sino de la razonabilidad y coherencia de los motivos por los cuales le votas. Y estas razones serán buenas o malas no por el acierto futuro del partido ganador sino porque han sido elaboradas libre y responsablemente por el votante.