Entre pistolas y sonetos
«¡Qué tiempos inverosímiles, dedicarse a escribir poemas mientras te ronda una gente pensando en la mejor manera de acercarse a ti para matarte!»
Hace unos años, cuando la ETA aún estaba en activo, dimos un paseo nocturno por el centro de Bilbao, en busca de un bar seguro, el poeta y periodista Iñaki Ezkerra (Bilbao, 1957), Antonio Basagoiti, que entonces presidía el PP del País Vasco, y yo. A pesar de la conversación interesante y el buen humor entre nosotros, recuerdo aquel paseo nocturno por calles desiertas como el paseo más extraño de mi vida, no sólo por ir acompañado de un político, un estamento con el que apenas he tratado nunca, sino porque unos metros por delante, por detrás, y a izquierda y derecha, nos acompañaban otros cuatro hombres, en permanente estado de alerta, mirando de soslayo, escrutando las sombras de la noche y las bocacalles que cruzábamos, por si de ellas pudiera asomar algún peligro.
Eran los guardaespaldas de Basagoiti y de Ezkerra. Tenían asignados cada uno dos ángeles de la guarda –de la Guardia Civil—. (Luego, comentando aquel paseo, me dijo el poeta algo inimaginable: que entre algunos de los amenazados de muerte por la ETA también se daba cierta coquetería morbosa o jactancia competitiva por cuántos guardaespaldas necesitaba cada uno: a mayor riesgo de ser objetivo de un comando, más protección. Creo que dos guardaespaldas suponía un nivel medio, tirando a alto, de peligro de muerte.)
Basagoiti, a quien conocí aquella noche, me cayó muy bien: diez años más joven que nosotros, era un hombre ilustrado, con sentido del humor, inteligente, centrado y con convicciones sólidas. Fue el líder del PP que hizo posible que el socialista Patxi López fuera lehendakari, desplazando por fin al PNV. Los electores no premiaron esa generosidad inaudita –e inducida por la indecente proximidad entre el PNV y los terroristas-, y el PP fue severamente castigado en los siguientes comicios, lo que decidió a Basagoiti a abandonar la política y volver a la vida privada, con un cargo en un banco en México, donde creo que sigue.
Un rato antes había estado yo en el auditorio de una Casa del Libro discurseando sobre el último poemario de Ezkerra. Por cierto que uno de los jóvenes empleados del establecimiento, donde previamente al acto estuve curioseando las últimas novedades literarias del momento, se me acercó adrede a decirme, con una sonrisa más o menos taimada, que él era «de los otros», es decir, de los «abertzales»… Yo me lo quedé mirando, satisfecho dentro de su chaleco verde. Pensé: «¿Y este subnormal por qué me tiene que decir esto, que a mí no me importa un pepino? Seguramente, me ha informado de sus simpatías por ‘los otros’ sólo para amargarme un poco, o llevado por ese narcisismo que tenemos un poco todos de presumir de nuestras opiniones, como si tuvieran alguna trascendencia…».
«Algunos residuos de su peor estupidez y degradación moral, subsisten todavía, aunque gracias a Dios en forma incruenta…»
Qué cosas recuerda uno, tantos años después, ¿verdad? En cambio, no recuerdo cuál de los poemarios de Ezkerra presentaba yo aquella tarde en Bilbao. Recuerdo que en primera fila del público estaban, entre otros, Basagoiti, el historiador García de Cortázar, ahora ya difunto, y el periodista Santiago González, cuyos artículos, salpicados de ironía, me gustaban mucho, y supongo que también estaría allí con sus propios guardaespaldas.
¡Qué tiempos inverosímiles, dedicarse a escribir poemas mientras te ronda una gente pensando en la mejor manera de acercarse a ti para matarte! Cómo han podido suceder aquellas cosas. Y cómo algunos residuos de ellas, de su peor estupidez y degradación moral, subsisten todavía, aunque gracias a Dios en forma incruenta… Lo estuve recordando el otro día, día perfectamente pacífico y libre de todo peligro, ligeramente lluvioso, en la biblioteca Eugenio Trías, del Retiro de Madrid, donde Emilio Pascual, Alejandro Gándara y Juan Cruz elogiaban el nuevo poemario de Ezkerra, la antología de sus sonetos, composición que ha estado practicando durante toda su vida, desde los 18 años, e incluso durante aquellos tiempos del terror.
El libro, publicado por Huerga & Fierro editores, se titula Cien sonetos de la vida entera, en alusión al verso de Manuel Machado: «Cabe la vida entera en un soneto». Habiendo practicado esta forma poética durante más de medio siglo, parece que Ezkerra lleva el soneto incorporado a su ADN. Elige un tema y obsesivamente le dedica composición tras composición. Hay sonetos al mar, sonetos a las prendas de la amada, sonetos felices al jardín…
De su ya copiosa obra lírica, en la que palpita con cierta frecuencia una vena irónica, yo siento debilidad por la época en que dedicó docenas de sonetos a un paisaje que ya no existe: a la ría de Bilbao antes de que fuera urbanizada, o sea a la ría ruinosa de cuando entonces, como un paisaje sentimental, a esa «pobre Venecia de talleres hechos / sobre las aguas de una ría desahuciada», o como una «extraordinaria alegoría / de nuestros sueños». En esta antología hay una buena representación de esas composiciones tan originales y que la desaparición de aquel espacio decadente de astilleros y altos hornos ruinosos, rúas y canales, hacen aún más preciosas, como el Teide señala dónde estuvo la Atlántida; o, mejor, como la famosa rosa soñada que el durmiente encuentra, milagrosa y real, al despertar.