La chispa de la vida
«Habito en el mañana. El presente es solo un medio para llegar al futuro. Soy un transeúnte de la realidad»
Es viernes por la mañana. El sol de junio azota despiadadamente la ciudad. Hace mucho calor. Yo me encuentro en el lobby de un edificio de oficinas de Madrid, en el corazón de su distrito financiero llegando a una reunión importante. Mi cabeza no para de repasar cifras, razonamientos, estrategias. Intento anticipar acontecimientos que están por llegar. Habito en el mañana. El presente es solo un medio para llegar al futuro. Soy un transeúnte de la realidad.
Veo que un numeroso grupo de personas espera al ascensor, la mayoría con su atención absorbida por la pantalla de su móvil. Se nota cierto descontento por tener que compartir un habitáculo tan pequeño durante unos minutos. Se mantienen las distancias. Silencio. Se esquiva el contacto visual. Todos viven absorbidos en su micro-realidad bajo un triste caparazón digital.
De repente, algo rompe la trágica armonía de la espera. Se escucha un elemento discordante. La gente tuerce la mueca imperceptiblemente. Se escucha a una mujer hablar con voz potente y algo estridente.
«¡Alguien osa intentar comunicarse con extraños!» pensamos. «Ojalá no me estén hablando a mí», concluimos cada uno de los componentes del grupo.
La cosa no queda solamente en ese intento frustrado de conversación, sino que, encima, la citada joven se atreve a irrumpir físicamente en las cercanías del grupo. Invade nuestro espacio e interrumpe nuestro valiosísimo silencio con algo insustancial: «Que calor más terrible que hace en el metro, que me está haciendo sudar a chorros». Su voz, su timbre y su pronunciación son muy peculiares. Habla deprisa, atropellándose, y sus palabras son un torrente. Su garganta ejerce de eje de transmisión de un cerebro en ebullición. Repite lo que piensa sin ningún filtro.
El grupo se incomoda. Es alguien fuera de la norma. Ante su insistencia, yo soy el primero en despertar de mi letargo. Decido lanzarme a enlazar una conversación con ella. La joven sonríe de felicidad.
«¡Alguien me hace por fin caso!», piensa.
Como un torbellino, se lanza a contarme su situación. Pronto, el grupo inicia un alejamiento de su abandono digital eremítico y empieza a mirarla con ojos de ser humano. Es una mujer con una cierta discapacidad intelectual, concluyen todos.
La joven se explica con dificultad, y nos comenta que está muy nerviosa pues es su primer día de trabajo. Le da mucha vergüenza enfrentarse a la situación, pero probablemente sea uno de los días más felices de su vida. Va a trabajar, va a ser útil, va a ser como los demás. La tranquilizo dejándome llevar por su energía positiva, y enseguida se agarra a mi brazo buscando el calor humano. Se me arrima con una enorme sonrisa agradecida. Necesita alguien que la apoye en ese momento tan importante. Ella me contagia su energía, su falta de vergüenza, su humanismo galopante.
«Se nos cae la máscara insolidaria que la ciudad, el entorno profesional, la sociedad y la digitalización nos imponen»
Como hechizados, cada uno de los miembros del grupo comienza a hablar con ella, y también a comunicarse entre ellos con alegría. Se produce una onda electrizante de felicidad colectiva. Todos sonríen, y se enternecen al verla mostrar sus sentimientos sin pudor. Se nos cae la máscara insolidaria que la ciudad, el entorno profesional, la sociedad y la digitalización nos imponen. La joven ha prendido una chispa de humanidad que envuelve al grupo.
Todos subimos al ascensor transmitiendo nuestro cariño a la joven, como si fuéramos amigos de toda la vida. Ella se hace dueña del momento, es el centro de atención. Son treinta segundos escasos. Cuando llega a su destino, la chica se apea del ascensor y la gente se despide cariñosamente de ella. Algunos incluso le dan palmadas en el hombro. Todos le deseamos suerte. Ella es feliz.
Se cierran las puertas. Nos miramos y sonreímos, con nuestro cerebro cargado de endorfinas, pero con un cierto sentimiento paternalista de egocéntrica superioridad. Poco a poco, la magia se va disipando. La chispa de la vida ya no está entre nosotros. Retorna el silencio. Algunos buscan el consuelo de sus aliados digitales. Las miradas vuelven a inclinarse hacia el suelo.
Nadie, absolutamente nadie, es consciente de lo que ha ocurrido realmente: han vivido un pequeño milagro. Porque la simpática joven, simplemente siendo humana y mostrándose vulnerable, ha reactivado los mejores instintos de los que la acompañaban en ese momento. Mi mente se ilumina y me percato de una sencilla realidad: existe una alteración de la perspectiva del grupo. Estamos inmersos en un mirage invertido. A los ojos de todos nosotros, estaba claro que la joven era una «discapacitada» que con su simpatía y vulnerabilidad había conseguido re-humanizarnos en un momento puntual. Sin embargo, la realidad era muy distinta y paradójica: los verdaderos discapacitados éramos nosotros y ella, por el contrario, era una supercapacitada, con el poder de generar humanidad a raudales en los demás.
Ahí lo dejo.