El hijo español de Berlusconi
«Pedro Sánchez es uno más de los hijos díscolos de Berlusconi»
El espectáculo empezó con Silvio Berlusconi: llevar la mentira al poder y, desde ahí, maquillarla con purpurina hasta convertirla en un simulacro, en el set fosforescente de un canal de televisión privado, ocultando, eso sí, la trementina en el camerino. Un hooligan que odia a sus vecinos porque son hinchas del otro equipo de la ciudad. Un actor con rictus de bisturí que cosificó al ciudadano hasta convertirlo en telespectador.
Los hijos de Berlusconi son legión, aunque sólo se le reconozca una heredera legítima: Giorgia Meloni. Trump, abundante tazón de mac and cheese, es un Berlusconi hipertrofiado por las hormonas del crecimiento americano. Los hijos de Silvio, algunos naturales, otros putativos, brotaron como setas en el aburrido sistema democrático de Occidente, con sus garantías y equilibrios y sus lentos avances reformistas. También, claro, en los tropiezos de un sistema de bienestar insostenible sin recambio generacional.
Este neoirrealismo italiano se basa en la abolición de la verdad del discurso público. Los hechos son sustituidos por los sentimientos; la naturaleza de las cosas, por su interpretación subjetiva. El discurso esotérico lo impregna todo, e incluso la verdad científica se convierte en una simple opinión. El truco es evitar toda intermediación legal o meritocrática: la crítica en los medios, el análisis de los expertos, la división de poderes, la lenta tramitación parlamentaria de las leyes y su debida revisión jurídica… Todo eso queda descalificado como simples excusas de la elite para seguir en la cima. Mejor las explicaciones simples para temas complejos, los culpables nítidos, las soluciones mágicas. Y apelar directamente al pueblo, ofreciéndole, más que pan y circo, un chivo expiatorio cada semana: los migrantes para unos, la casta para otros.
Los charlatanes siempre han existido, vendedores de elixires trashumantes que van de plaza en plaza estafando a los parroquianos más incautos, pero, cuando la democracia entra en crisis, por razones internas (el gran bostezo del edén) o por razones externas («cuando despertó el comunismo todavía estaba allí») estos charlatanes abandonan la trashumancia, el Peugeot amarillo y ocupan el escenario político. En lugar de promocionar brebajes para el crecimiento del pelo, proponen leyes en el parlamento, y en lugar de recetar pomadas contras las várices, otorgan indultos. Lo dijo premonitoriamente Milan Kundera, fallecido esta semana en París, en el prólogo a la edición francesa de Jacques y su amo: «La sensibilidad le es indispensable al hombre, pero se vuelve terrible en cuanto se le considera un valor, un contrario de la verdad, la justificación de un comportamiento. Los sentimientos nacionales más nobles están a punto de justificar los peores horrores, y, con el pecho inflamado del sentimiento lírico, el hombre comete bajezas en el sagrado nombre del amor».
«Por primera vez en mi vida, huérfano del liberal Ciudadanos, me dispongo el próximo domingo a votar por el PP de Feijóo»
Aunque el acta de nacimiento político dice que es hijo legal de Rodríguez Zapatero, Pedro Sánchez es uno más de los hijos díscolos de Berlusconi, incluidos sus ademanes chulescos. Fue concejal al ayuntamiento de Madrid, en 2003, por la renuncia a su escaño de Elena Arnedo, y diputado en las Cortes por la renuncia de Pedro Solbes, en 2009, y de Cristina Narbona en 2013. Tres veces derrotado en las urnas, llegó a la secretaría general de su partido apelando directamente a la militancia, es decir, a la decantación del espíritu cainita. Documentada su impostura académica, solo le quedaba la deshonra. Optó por permanecer en la política. Llevó a su partido dos veces consecutivas a su peor resultado histórico y fue defenestrado por los suyos, aterrorizados de su ciego empeño de llevarlos a una tercera debacle consecutiva. Ese «no es no» que luego sería «solo sí es sí». Regresó ante la incapacidad de su partido para ponerse de acuerdo en un gestor responsable. Y subió al poder, sin ser diputado, por una moción de censura con obscenos ribetes de impostura.
El gesticulador tardó un minuto en traicionar sus palabras. No iba a convocar elecciones. Su intención era acabar la legislatura con el recurso de mago de salón de prorrogar los presupuestos del gobierno defenestrado. Hasta aquí la parte luminosa de su trayectoria. El resto es conocido como «gobierno Frankenstein», aunque puestos a buscar analogías literarias –y como el ente de Mary Shelley sí tenía fondo moral, como ya apunté–, prefiero compararlo con Doctor Jekyll y míster Hyde, con la salvedad de que Jekyll sí escribió su tesis.
En resumen, por primera vez en mi vida, huérfano del liberal Ciudadanos, me dispongo el próximo domingo a votar por el PP de Feijóo. Espero que su Viaje al centro de la Tierra encuentre el magma incandescente y que su alter ego Otto Lidenbrock, su sobrino Axel y el guía Hans, héroes de la novela de Verne, sean lo suficientemente astutos para evitar al partido de Santiago y cierra España. Estoy casi seguro de que mis cuatro abuelos republicanos, exiliados y muertos en México, si hubiesen conocido el espíritu de concordia de la Transición, me lo perdonarían: nada más parecido al sueño republicano del 31 que la realidad de la Constitución del 78.