THE OBJECTIVE
Juan Marqués

El alma de nuestras bibliotecas

«Hay quienes, definitivamente echados a perder, somos incapaces de entrar en cualquier estancia sin empezar a pensar en cómo colocaríamos allí los libros»

Opinión
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El alma de nuestras bibliotecas

'El alma de nuestras bibliotecas'

Ordenar, gestionar, administrar o levantar una biblioteca es, si se hace a conciencia, el trabajo de toda una vida. Bastaría seguramente con soñar o fantasear con fundar y mantener una para que se fuera para siempre todo el tiempo, pues, igual que criar a un niño o cuidar a un enfermo son, en sí mismas, ocupaciones exigentes y necesarias que lo llenan todo, actividades que reclaman el afecto y la atención a tiempo completo de otra persona, enriquecer una biblioteca, velar por ella o tomar decisiones bibliográficas es algo que también lo llena todo, y más si entendemos que para que una biblioteca sea mejor no sólo hace falta que entren nuevos libros buenos (o que salgan los malos), sino leerlos, tocarlos, subrayarlos, mimarlos como se hace con las plantas. Una biblioteca hay que vivirla, porque una biblioteca es, en muchos sentidos, un ser vivo, un hermoso y manso animal de miles de cabezas. Se nota muchísimo cuándo una biblioteca es fría, formada con libros colocados allí de cualquier modo, llegados como un tsunami y por supuesto no leídos, o cuándo, por el contrario, es cálida por estar siendo mimada, habitada, alimentada, recorrida. Si lo pensamos bien, leer un libro de esa biblioteca, y en esa biblioteca, sería como contar un cuento a todos los demás. Leer no es algo egoísta o aislante: es un acto de cultura hacia uno mismo, sí, pero también es un acto de amor hacia el entorno, de respeto profundo ante lo que tengan que contarnos los demás, antiguos o modernos, próximos en el espacio o remotos.

«Carlos Edmundo de Ory, cuyo centenario celebramos en este 2023, aseguraba andar ‘buscando la verdad en libros de segunda mano’».

En su Carta a mi mujer, el poeta finlandés Pentti Saarikoski decía que «cuando se ha leído un libro y colocado en la estantería, es como un ladrillo en la pared de una casa». La clave de esa preciosa intuición es el hecho de que, para ser realmente constructivo y constituyente de un hogar, el libro ha de haber sido leído, ha de haber merecido ser asimilado: sólo así, sentimos, se le concede un corazón, y sólo así es como una lámpara que ilumina y no una piedra más, útil pero ciega, eficaz pero desalmada. Nos gusta, por eso, leer libros ya usados, encontrarlos en almonedas y mercadillos, curiosear los subrayados ajenos, las marcas, las manchas. En alguno de sus geniales aerolitos, Carlos Edmundo de Ory, cuyo centenario celebramos en este 2023, aseguraba andar «buscando la verdad en libros de segunda mano».

Hay cosas muy privadas de uno mismo que sólo se descubren o se comprenden al ordenar la propia biblioteca. Y si eso vale para tus estanterías, ¿por qué no va a seguir siendo exacto al hablar de las de una comunidad, de las de un país, por ejemplo de las de España?… 

La biblioteca del Instituto Cervantes tiene la excepcional característica de ser un tesoro disperso, un solo fondo dividido en cincuenta y pico sedes, repartidas por decenas de países de los cinco continentes. Es un solo corpus, y es propiedad del Estado, pero tiene un montón de apéndices y extremidades y es patrimonio de todos. Son cientos de miles de libros, revistas, documentos o materiales audiovisuales y pedagógicos puestos al servicio de la enseñanza del idioma español y de la difusión de las culturas españolas o hispanoamericanas, de las literaturas hispánicas, es decir, de lo que es probablemente nuestra mayor riqueza común.

Y lo que se ha hecho en la exposición titulada Del uno al otro confín, que se ha prorrogado y podrá visitarse hasta finales de octubre, ha sido algo así como colocar allí mismo, en la sede central del Instituto Cervantes, en la madrileña calle de Alcalá (o, si se prefiere, en la sede de Alcalá de Henares, donde está la llamada «biblioteca patrimonial»), un poderoso imán que tuviese la capacidad de atraer sólo los mejores libros de esas colecciones , o los más antiguos, los más curiosos, los más raros, los que contienen las dedicatorias más especiales o significativas, o las piezas únicas, los manuscritos, los dibujos, las cartas… Con la colaboración del personal de todas las sedes, de sus directoras, de sus responsables de cultura, de sus bibliotecarias, de sus becarios…, han llegado hasta esta exposición un conjunto de 308 piezas que, estratégicamente seleccionadas, cuentan un relato particular, muy nuestro, y que esbozan de paso una historia de la literatura, especialmente de la literatura en español o en lenguas españolas. 

Algunas de las subtramas de la exposición, como las ediciones del Quijote, o la literatura hispano-filipina… ya habían contado tiempo atrás con su propia muestra, y otras la merecerían, como la colección de libros de viajes de la sede de Londres, o los panfletos dela Guerra Civil, o la literatura chicana de la de Chicago, o las ediciones de poetas de la Generación del 27, a la que habrá que atender con muy especial cuidado dentro de cuatro años, cuando todo sea 27. El estudio del «fondo antiguo» (libros anteriores a 1800) ha deparado muchas sorpresas, la hemeroteca proporciona a la exposición una alegría tipográfica muy especial, y la selección de manuscritos, originales o garabatos nos remite directamente a lo que de más personal, íntimo y sentimental hay en esa particular galaxia de papel.

«¿Cómo no estremecerse ante esa dedicatoria en la que Federico García Lorca deja huella de un paseo con un amigo en la primavera de 1936…?»

¿Cómo no estremecerse ante esa dedicatoria en la que Federico García Lorca deja huella de un paseo con un amigo en la primavera de 1936…? ¿Cómo no sentir vértigo ante el viejo Viaje a Constantinopla, restaurado para esta ocasión? ¿Cómo no sentirse como en casa ante la primera edición de Nada, de Carmen Laforet, un ejemplar que, como tantas cosas impagables, procede del Rastro de Madrid, y que ha sido adquirido muy recientemente por el Instituto Cervantes?

Hay quienes, definitivamente echados a perder, somos incapaces de entrar en cualquier estancia (una peluquería, un aeropuerto) sin empezar a pensar en cómo colocaríamos allí los libros, cómo aprovecharíamos las paredes o el espacio, cómo haríamos para llenarlo de literatura, de curiosidad, de belleza, de verdades reveladoras o mentiras reconfortantes… Por ello ha debido de ser todo un desafío hacer hueco en ese espacio expositivo para tantos y tantos volúmenes, tan distintos, tan formalmente irregulares, tan frágiles a veces…, pero a la vez se nota que ha sido, sobre todo, un voluptuoso placer que de muchas formas se contagia a quienes visitamos la muestra.

Y, sea como sea, esa sala hace que, en un sentido inclusivo y humanista, no olvidemos qué es lo fundamental de la cultura, para qué nos sirve, en qué puede ayudarnos. Lo decía inolvidablemente Gabriel Zaid en su clásico de 1972, recién reeditado en Debate, Los demasiados libros: «¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales».

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