Playa no, gracias
«La playa democratiza porque ahí eres tú a pelo, sin tu coche, tu móvil, tu bolso, tus libros, tu maquillaje, tus zapatos, tus titulitos, tu nómina. Iguala por abajo»
Yo nunca voy a la playa ni me baño en una piscina. La gente me pregunta y yo les digo que soy muy poco acuática: prefiero la cerveza al agua. Ahora en serio, no me gusta la playa y no voy nunca. Es un compendio de todo lo que detesto y lo que me ofende en la vida: calor, arena, sudor, gente, pies, barrigas, pelos en la espalda, pelos en el pecho, pelos por todas partes, niños, niños, niños… Pero ayer fui. Vinieron unos amigos a esta mi isla y no tuve más remedio que hacer de anfitriona diligente, a lo Isabel Preysler con los Ferrero Rocher y esas cosas. Que si trampó, que si pomada, que si llonguet. Lo que viene siendo introducir al foraster en la vida balear.
Fui a la playa, decía, contra mi voluntad. Por quedar bien. Y no me metí en el agua, claro. El agua es para mí un medio hostil. Demasiada tridimensionalidad: una está en tierra y siempre hay un flanco a cubierto, pero en el agua puede venir el peligro por cualquier sitio. Eso y que yo no sé muy bien qué hace un adulto en el agua para entretenerse. ¿Chapotea? ¿Salta? ¿Salpica? Todo me parece ridículo. Por no hablar de lo que me incomoda compartir líquido elemento con una cáfila de desconocidos sin ningún tipo de control sanitario comprobable a simple vista. Así que me quedo sentada en una roca. Sin quitarme la camiseta siquiera y mirando a a mi alrededor con gesto de que la vida apesta. Y mientras pienso que la vida apesta, también pienso que la playa democratiza. Porque en la playa estás ahí con las chichas al aire, compartiendo contexto y con poco margen para la floritura. Ahí eres tú a pelo, a porta gayola. Sin tu coche, tu ropa, tu móvil, tu bolso, tus libros, tu maquillaje, tus zapatos, tus titulitos, tu nómina. Iguala por abajo.
«La playa también te hace perder la dignidad un poco, para ser sinceros»
La playa democratiza, iguala por abajo y también te hace perder la dignidad un poco, para ser sinceros. Yo, por ejemplo, soy incapaz de salir del agua en una playa de piedras, las poquísimas veces que me he metido, de manera elegante. No hay manera. Lo he intentado y no soy capaz de hacerlo sin avergonzar a varias generaciones de antepasados muertos. Avanzo tambaleante, como una mezcla imposible de Chiquito de la Calzada y el Langui, y no puedo evitar escuchar las voces de esos antepasados muertos y avergonzados, a través de los tiempos, diciéndome «vaya tela, tronca», mientras yo intento no caerme de morros antes de alcanzar la orilla. «Al menos yo estoy viva», les digo arrastrando el culo, porque si ya estás en el suelo las probabilidades de caerte descienden considerablemente.
La última vez que lo hice, justo en ese momento deshonroso en el que mi verticalidad se veía seriamente comprometida, una rubia cincuentona y atractiva se disponía también a salir del agua. Avanzaba con estilo y decisión, al tiempo que metía tripa. Yo me detuve. Admiré su temple y donosura, su soltura para realizar una tarea que a mí se me antojaba imposible y, entonces, tranquilamente y con total naturalidad, acercó su dedo índice a la aleta derecha de su nariz y, mientras giraba la cabeza hacia el otro lado, por el agujero izquierdo de su nariz salió turbopropulsado un moco del tamaño de un salmonete. «¡Joder, qué ascazo!», dijo en mi cabeza mi abuelo Emilio, con su voz de trueno de antepasado muerto. «Ahí tienes tu democratización playera, maja», dijo mi padre desde allá donde descanse. «Bueno, es que la democracia es lo que es y cada uno hace con ella lo que puede», les dije yo, aunque no me hicieron ni puto caso. «La niña es torpe emergiendo, pero al menos no parece un delantero centro exhausto en semifinales», añadió, conciliadora, mi abuela Ana, a su rollo (como siempre). «Es que nosotros no le dimos ese tipo de educación, y eso se nota», terció mi abuela María, barriendo para casa. «Tampoco me habéis dado sus tetas, abuela. No te vengas arriba», les dije yo, pero ya no me escuchaban porque estaban a sus cosas y todo les daba igual. Total, que no vuelvo a la playa.