THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

La lección de Jan Patocka

«Patocka intuyó que el abandono de los fundamentos políticos de Europa devolvería a Occidente a un estado pre-civil, que él llamaba prehistórico»

Opinión
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La lección de Jan Patocka

Jan Patocka, filósofo checo que sufrió el totalitarismo del siglo pasado en todas sus variantes | Wikimedia Commons

Donald Trump ha declarado hace poco que él necesitaba «otra imputación que garantice mi elección», deseo que finalmente le ha sido concedido. Por su parte, Arnaldo Otegi ha anunciado que en esta próxima legislatura, Bildu debe ser una especie de akuilu –la aguijada con la que los ganaderos azotan a los bueyes para conducirlos por el buen camino, siempre cerca del matadero el imaginario del abertzale– que haga posible la «mayoría de progreso» capaz de terminar de una vez por todas con la Constitución y la unidad de España. Aunque en principio pudiera parecer que Trump y Otegi no tienen nada que ver, ambos representan en realidad un mismo síntoma que empieza a definir la política de este nuevo siglo.  

Durante milenios, Occidente ha vivido bajo el influjo de la pólis, que no es sino una comunidad política que se constituye de espaldas a la naturaleza para diluir sin retorno la diferencia étnica, religiosa o histórica, el vínculo pre-civil del individuo antes de convertirse en polités, en ciudadano. Aquello que Marx, en su Crítica al programa del Gotha –programa que fue, por cierto, el embrión de la socialdemocracia europea–, llamó «república democrática» no es sino, en palabras de Martínez Marzoa, «un sistema de garantías» que se opone de forma absoluta al «mandato de la gente», esa hipertrofia en la que se basa el arma de destrucción masiva de los plebiscitos. 

«El ataque de Trump contra el ‘sistema’ es el mismo de Otegi contra la ‘unidad’ de España»

Ahora, en cambio, Trump y Otegi –y Viktor Orban y Abascal y Nigel Farage y el largo etcétera de tronados que nos guían con sus aguijadas– se disponen a invertir el largo esfuerzo de emancipación democrática que Occidente ha ido construyendo a lo largo de siglos de discusión filosófica. El ataque de Trump contra el «sistema» es el mismo de Otegi contra la «unidad» de España, que por supuesto no hay que entender al modo nacionalista, como un imperativo sagrado de la historia, sino como todo lo contrario, como la liberación, por vía constitucional, de los vínculos naturales que en España impidieron tradicionalmente la conformación de una verdadera pólis

Uno de los pensadores que con mayor intensidad reflexionó sobre esta cuestión fue Jan Patocka, el filósofo checo que sufrió el totalitarismo del siglo pasado en todas sus variantes, desde el nazismo hasta el estalinismo y el comunismo «normalizado» de finales de la década de 1960. Patocka murió en 1977 después de sufrir más de diez horas de interrogatorio policial por su condición de portavoz de un movimiento a favor de los derechos humanos que se conoció con el nombre de Carta 77. Discípulo de Husserl y experto en la obra de Heidegger y en la de Hannah Arendt, Patocka desempeñó su magisterio casi siempre de forma clandestina, en seminarios privados que impartía en su casa, ya que tanto los nazis como los comunistas le negaron la libertad de cátedra. Hay en el coraje a la vez cívico e intelectual de Patocka, en su humildad y en su dignidad lo mismo que en su ambición y su persistencia, una vibrante lección moral que hoy nos sirve de ejemplo en más de un sentido. 

En una de sus últimas obras, Ensayos heréticos sobre filosofía de la historia, publicada póstumamente, Patocka escribió una de las páginas más bellas y hondas acerca de ese espíritu constitutivo de Occidente que hoy está amenazado bajo diversas admoniciones espurias, desde el neofascismo hasta el pseudoizquierdismo de pies de barro. Para el filósofo, el espíritu de la pólis se define por la «unidad en la discordia», una tensión que a su juicio procedía del concepto heraclitiano de pólemos, «el relámpago del ser que surge de la noche del mundo». La acción, en el sentido que le daba Hannah Arendt de vita activa –el bíos politikós de Aristóteles–, supone el encuentro del ciudadano con ese principio agonístico que solo es posible gracias a la ley de la comunidad, generadora de una libertad indisociable de esa unión en el desacuerdo:

«Pólemos no es la pasión devastadora de un invasor salvaje; al contrario, es creador de unidad. La unidad fundada por él es más profunda que toda simpatía efímera y coalición de intereses. En la conmoción del sentido dado se encuentran los adversarios, creando con ello una nueva forma de ser del hombre que, posiblemente, sea la única que ofrece esperanza en medio de la tormenta del mundo. Es la unidad de los conmovidos pero intrépidos». 

«Ahí donde había ciudadanos vuelve a haber cuerpos, etnias, nacionalidades históricas, identidades sexuales opuestas e irreconciliables»

Filosofía y política quedan así hermanados desde el origen para evitar que el hombre viva solo en su dimensión biológica y sea capaz de construirse un espacio «para hacerse valer». Casi cincuenta años después de que Patocka nos dejara esa reflexión, la política mundial está sufriendo una transformación devastadora que además se está gestando en el más vergonzoso de los silencios y en medio de un ensordecedor ruido publicitario. Aun bajo el señuelo de la concordia y de la propia democracia, la comunidad política va camino de renunciar a la esencia que le da su razón de ser. Ahí donde había ciudadanos vuelve a haber cuerpos, etnias, nacionalidades históricas, identidades sexuales opuestas e irreconciliables. Pólemos sucumbe a la sombra de Ananké, la diosa necesidad de la que surgen todas las calamidades. «La raza está atada al desastre», como se dice en el Agamenón de Esquilo.

En ese sentido, sorprende y conmueve comprobar cómo Patocka, en unas circunstancias penosas, acertó a dejarnos un diagnóstico certero y lúcido de lo que ya es plenamente nuestro tiempo:

«El mundo de hoy, en su polarización, puede parecer en ocasiones como un campo de batalla de un doble nihilismo, tomando el término con el significado de Nietzsche. Es el escenario del combate entre el nihilismo activo y pasivo: entre el nihilismo de quienes están paralizados por los restos inconsecuentes de contenido de sentido procedente del pasado, y de quienes llevan a cabo, sin freno alguno, la transvaloración de todos los valores desde el punto de vista de la fuerza y el poder. Al mismo tiempo, las filosofías dominantes de nuestros días –una pública y otra secreta– tienen una concepción del hombre, y de sus intereses esenciales, que ve a éste como un organismo biológico». 

Patocka intuyó que el abandono de los fundamentos políticos de Europa –los únicos que han adquirido validez universal– devolvería a Occidente a un estado pre-civil, que él llamaba prehistórico porque consideraba que la historia empezaba justamente con la apertura a la problematicidad posterior a las sociedades primitivas aún regidas por un sentido dado e inalterable, dictado por los dioses. Pero el mayor problema es que esa involución vendría acompañada de un vacío espiritual que nos ataría a una concepción puramente utilitaria y biológica de la vida, sin ninguna posibilidad de trascendencia. Tendríamos así lo peor de dos mundos sin haber construido un tercero. Entonces se demostraría hasta qué punto la comunidad política era necesaria como generadora de sentido en un mundo de significados inestables. Fuera de ella, el hombre solo estaría a merced de la aniquilación. 

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