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Félix de Azúa

Malos y estúpidos

«Una vez destruidos los centros pedagógicos, primeros bastiones de resistencia, la elite estúpida va ahora a por la última defensa, la democracia parlamentaria»

Opinión
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Malos y estúpidos

Una estatua del emperador romano Calígula. | Wikimedia Commons

Se ha divulgado bastante el ensayo sobre la estupidez de Carlo M. Cipolla (pronúnciese chipol.la), uno de los mejores que se han escrito sobre la cuestión. Lo esencial del ensayo es la diferencia entre estupidez y maldad, porque fue Cipolla el primero en comprender que había una gran diferencia entre ambos. Los antiguos habían siempre igualado la maldad con la ignorancia, tanto los paganos como los cristianos tuvieron por firme que una persona instruida no podía caer en la tentación de ser malvada. Para el sabio, e incluso para el medianamente educado, el mal nunca puede ser fructífero y sólo quienes ignoran totalmente las consecuencias de sus actos pueden creer que la maldad les favorece, como fue el caso de los Reyes y Emperadores locos a la manera de Calígula. La identidad de maldad e ignorancia se rompió en la edad moderna y es muy conspicua en don Quijote.

La diferencia fundamental moderna es que el malvado usa una cierta racionalidad, de manera que, aunque produce daño en los demás y a veces un daño cruel, él sale beneficiado. El malvado se enriquece, aumenta de poder o mejora su posición gracias al sufrimiento que provoca en los demás. El caso arquetípico es el totalitarismo en sus primeros años, el de Mussolini, el de Hitler o el de Stalin. Todos ellos querían construir una sociedad progresista al precio que fuera. Sus víctimas se cuentan por millones.

En cambio, el estúpido produce daño en los demás, a veces un daño irreparable, pero con eso no logra ninguna ventaja, beneficio o mejora. En el caso del estúpido no sólo interviene la ignorancia sobre el efecto de sus actos sino también una total ceguera acerca del prójimo al que desconoce por completo. Literalmente, el estúpido vive en una burbuja de egocentrismo disfrazado de bondad o buenas intenciones, y presume de estar a la última moda, en la punta del progreso, tal y como lo entienden los informativos de masas.

El icono del estúpido es ese leñador que comienza a aserrar una rama sobre la que está sentado a horcajadas, pero lo hace por el lado del tronco. Así también los sátrapas que dicen construir un país más justo y progresista, pero acaban por destruir el país sobre el que querían ejercer su dictadura: son profundamente estúpidos.

«El estúpido no es que sea mentiroso, es que ignora la diferencia entre mentira y verdad»

Por supuesto Cipolla (como Maquiavelo) recomienda tratar o negociar con los malvados, pero nunca jamás con los estúpidos. La estupidez del estúpido hace imposible atenerse a su palabra, a su proyecto o a sus intenciones. En cualquier momento puede cambiar de rumbo y negar con perfecta convicción haber tenido nunca otra intención o dirección. El estúpido no es que sea mentiroso, es que ignora la diferencia entre mentira y verdad. Tampoco tiene memoria para la historia pues cualquier pasado es sólo un estímulo para su presente mercantil.

Todos los días tenemos pruebas de que cada vez son más abundantes los estúpidos y que van escaseando los malvados. De ahí la dificultad de negociación, colaboración o incluso diálogo. Una tendencia que parece imparable va destilando de los malvados su cada vez más corrosiva estupidez y va imponiéndose como fuerza central de toda la política actual. A esta tendencia se la suele calificar de «populismo», dando por supuesta la estupidez característica del «pueblo», según las élites capitalistas y comunistas sin distinción.

Sin embargo, lo así llamado «pueblo» nadie sabe qué es y resulta casi evidente (aunque no para todo el mundo) que son las élites políticas, convertidas en aristocracia mediante el control absoluto del Estado, las que se defienden de todos los demás («el pueblo») mediante una aplastante estupidez social de la que es muy difícil escapar. Por eso el arrasamiento de los lugares dedicados a la lucha contra la estupidez, los centros pedagógicos, por ejemplo, como primer bastión de resistencia, han sido destruidos por ministros, técnicos y «expertos» cada vez más estúpidos y partidarios de la estupidez.

Una vez destruidos esos primeros bastiones, la elite estúpida va ahora a por la segunda y última defensa, la democracia parlamentaria en la que el diálogo es esencial. De un modo progresivo (y progresista) el parlamento y los parlamentarios se van convirtiendo en aquella grey muda y aplaudiforme de las tiranías feudales. Es el coro de aplaudistas bien pagados que debe sustituir al diálogo en las imágenes de las pantallas. Su modelo son los concursos televisivos, última forma  de cultura de la civilización occidental y culminación técnica de los congresos estalinistas en los que unos pocos dictan la ley y el resto aplaude con sonriente entusiasmo. Nuestro puro presente.

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