Atentado a la Constitución
«Su anhelo de destruir la democracia representativa sigue intacto y está concitando un apoyo cada vez más extendido entre las fuerzas políticas»
La mañana del 21 de julio de 1978, el Congreso de los diputados aprobó el anteproyecto de la Constitución Española con 258 votos a favor, dos en contra y catorce abstenciones. Unas horas antes de la votación, un comando de ETA formado por un hombre y una mujer flanquearon un coche oficial del ejército en la calle Bristol de Madrid y asesinaron a tiros a dos militares, el general de Brigada Juan Manuel Sánchez-Ramos Izquierdo, de 64 años, y su ayudante, José Antonio Pérez Rodríguez, teniente coronel, de 59 años. Con una crudeza que luego desapareció del periodismo gráfico, ABC y otras cabeceras como El País llevaron a su portada del día siguiente la misma fotografía de los dos cadáveres en el interior del vehículo. En ella se ve al general Sánchez-Ramos de perfil, con el mentón hundido en el pecho, y al teniente coronel Pérez Rodríguez de frente con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta.
Fue mi amigo José Carlos Llop quien me llamó la atención acerca de la fotografía, que ABC había vuelto a publicar estos días en sus páginas. Llop me contó que el general Sánchez-Ramos había sido compañero y amigo íntimo de su padre, también general, y persona muy querida en su familia, ya que incluso pasaba algunos días cada verano en la casa familiar de Valldemosa. El detalle me impactó porque dio cercanía y vecindad a aquellos cadáveres. Durante muchos años, los españoles estuvimos sometidos a una rutina informativa que daba puntual cuenta del asesinato continuo de militares y guardias civiles. Pero normalmente no singularizábamos a los muertos. Solo en aquel año de 1978, la banda terrorista mató a 65 servidores públicos. No fue hasta que ETA puso en marcha, a mediados de la década de 1990, su estrategia de «socialización del dolor», expresión siniestra donde las haya, cuando los asesinados dejaron de tener uniforme para empezar a tener rostro y biografía propios. Era por supuesto una injusticia y una de las consecuencias del hábito del horror.
Volver hoy por ello a aquella fotografía de 1978 y ponerle cara al general asesinado, saberlo de pronto cercano a un amigo, es una experiencia moral que ayuda a entender tanto lo que vivimos entonces como lo que está ocurriendo ahora. El día en que el Congreso aprobó el texto de la Constitución –por cierto que con el voto en contra, entre otros, de Heribert Barrera, de ERC, político de convicciones eugenésicas, la abstención y la negativa de una parte de los pocos diputados que entonces tenía la Alianza Popular de Fraga, y con la sintomática ausencia del PNV–, ETA quiso dejar claro su rechazo a la Carta Magna con dos muertos, miembros además de un ejército que, gracias a aquel texto, se iba a someter al poder civil tras cuarenta años de dictadura teocéntrica.
«La verdad es que ETA constituía ya entonces, simple y llanamente, una forma supérstite de nazismo»
En esa época mucha gente aún concedía a la banda terrorista la aureola de un movimiento de resistencia contra el capitalismo y la «claudicación» que suponía por parte de la izquierda aceptar los pactos de la Transición. La «lucha armada» estaba además sustentada por un corpus teórico y filosófico que permitía a muchos de sus partidarios mirar con condescendencia y desprecio a los pocos que se atrevían a escandalizarse en las aulas universitarias de todo el país ante aquellos asesinatos constantes y mecánicos de uniformados sin rostro y con destino. Pero la verdad es que ETA constituía ya entonces, simple y llanamente, una forma supérstite de nazismo. Y, como tal, sus cadáveres publicitaban en realidad un mensaje continuo a nuestra pólis en ciernes.
La Constitución iba a crear en España, por primera vez en mucho tiempo, un espacio de isonomía, un vacío común no vinculado a contenidos naturales, el fundamento de la modernidad política demasiadas veces postergado o abortado en nuestro país. Contra ese proyecto la banda terrorista exhibía cada semana su negativo, es decir, la sangre, el cadáver, su patrimonio natural y antimoderno. La ejecución del general Sánchez-Ramos y de su ayudante aquel preciso día, cuando las Cortes aprobaban la emancipación de la nación española de su lastre pre-civil, no representó una acción contra el franquismo ni contra el capitalismo ni contra ninguna otra fantasmagoría de la izquierda abertzale sino que fue un atentado en toda regla contra la historia de la democracia, contra su aspiración y su logro.
«El franquismo representaba su aliado ideal, puesto que defendía lo mismo pero con otra falacia histórica y racial»
La Carta Magna se alimentaba de una larga tradición jurídica y filosófica contra el totalitarismo, la doctrina constitucional que había nacido justamente para evitar que la palabra de un dictador pudiera volver a tener fuerza de ley. Y el mismo día de su nacimiento, la Constitución era extorsionada con la reproducción de vínculos naturales, el recuerdo sangriento de la imposibilidad de hacer abstracción de la raza vasca. Porque matar no era sino una forma de impugnar la desaparición de la diferencia amparada en el derecho, un intento de convertirnos a todos en parias fuera del ámbito étnico. Por ello ETA recrudeció su actividad terrorista a medida que España avanzaba en la consolidación del sistema constitucional. El franquismo representaba su aliado ideal, puesto que defendía lo mismo pero con otra falacia histórica y racial. La democracia, en cambio, suponía para la organización marxista el gran enemigo, ya que pretendía disolver en la igualdad todo aquello que conformaba su credo fundacional.
Ahora ETA ya no puede echar cadáveres en nuestro vacío constitucional e incluso algunos de sus dirigentes, como Arnaldo Otegi, opinan acerca de los culebrones del verano con henchida suficiencia, imbuidos de la nueva retórica mediática. Su centro de gravedad moral ha pasado del señorío de la muerte a la obscena adhesión a las nobles causas de nuestra época. Pero su anhelo de destruir la democracia representativa sigue intacto y está concitando un apoyo cada vez más extendido entre las fuerzas políticas. No otra cosa pedía el lendakari Urkullu en su reciente tribuna de El País, exigiendo una «convención constitucional» que sustituyera a la mayoría necesaria para derogar la Carta Magna y superar así de una vez por todas los límites de la igualdad para volver a una organización premoderna del país. España ya no sería entonces una nación de ciudadanos sino un conglomerado de comunidades históricas, algunas más que otras. También la infamante foto de Yolanda Díaz con Puigdemont en Bruselas (¿de qué se reirá esta señora?) apunta a lo mismo. La vicepresidenta del Gobierno de España, militante comunista para más señas, decidió legitimar a un tronado de ultraderecha cuya máxima aspiración es derogar la legalidad vigente e instaurar en Cataluña un régimen plebiscitario de raíz totalitaria. Incluso Núñez Feijoo se ha dado cuenta a última hora de que el de Waterloo tiene propuestas inasumibles. La desaparición de ETA no se tradujo en un fortalecimiento de todo aquello que se opuso a su barbarie sino que se ha aprovechado para infiltrar subrepticiamente en el tejido de la convivencia la esencia tóxica de su ideología hasta alcanzar el corazón mismo del sistema democrático.