THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

El libro de Daniel

«Las páginas de ‘Florecer’, el libro breve y luminoso de Daniel Capó, desprenden una luz plácida y segura, que acoge. Como lo hace una inteligencia generosa»

Opinión
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El libro de Daniel

Ilustración de Alejandra Svriz.

Los de mi generación –no sé cuándo se detuvo la enseñanza del Antiguo Testamento en la educación académica de España– recordamos el episodio del profeta Daniel arrojado a los leones por el rey Darío, como recordamos las misteriosas palabras que una mano escribió en el muro durante el banquete del rey Baltasar –mane, tecel, fares–, o la simbología del ídolo de los pies de barro… Pero poca cosa más de lo que se llamó y llama el Libro de Daniel. Que los leones no atacaran al profeta –con tanto circo romano que habíamos visto en Semana Santa– era un milagro a no olvidar, las inscripciones del banquete, un episodio de tanto misterio como belleza, y lo del ídolo y sus pies una advertencia –que debería ser leída en voz alta en cada uno de los nombramientos políticos– a los poderes del mundo. Pero no recordamos su cercanía con el gran Nabucodonosor, ni las cosas que le ocurrieron a Daniel en la corte de éste. No sin ir a buscarlo en el Libro de los Libros.

Y ocurrió que habiendo llegado a Babilonia como preso, Daniel acabó siendo consejero de Nabucodonosor, intérprete de sus sueños –quizá de ahí naciera la afición de Sigmund Freud por lo mismo: lecturas de infancia en la sinagoga–, jefe de los magos –su sabiduría era superior a la de los caldeos– y envidiado por los cortesanos, que lo sometieron en vano a toda clase de trampas y tropelías. Suele ocurrir con el talento y los celos que despierta desde que el mundo es mundo. 

Pero el Libro de Daniel es un libro feliz porque todos sus pasajes acaban bien y el profeta no se desgañita ni grita, ni se lamenta o queja. Todo en él es civilizado y de buenas formas y eso que unas veces está en peligro y otras es un extraño en aquel mundo, tan ajeno a su vida, siempre mirando hacia la lejana Jerusalén. Daniel Capó es un hombre tan inteligente como culto y en civilización y buenas formas hace los honores a su patrón. Cualquier lector de THE OBJECTIVE lo comprueba desde hace cinco años y su huella en Libros del Asteroide –editorial de la que fue uno de sus fundadores– es, si uno mira el catálogo, imposible obviarla. Tiene un olfato particular para el hallazgo, y el buen gusto que potencia el trabajo de un editor y amuebla la vida cotidiana. Todos esos rasgos se muestran también en un libro breve y luminoso –Florecer, editorial Didaskalos– que publicó en primavera con el sacerdote Carlos Granados. Y si a éste le corresponde la parte filosófica, a Capó le corresponde la parte literaria proyectada sobre la familia y la educación, o al revés: la familia y su educación proyectada desde la literatura. Aquí no hay magos caldeos, pero les puedo asegurar que, si los hubiere, los encabezaría Daniel Capó. Por suerte tampoco tenemos Nabucodonosor que valga, aunque a estas alturas uno ya no sabe lo que llegaremos a ver.

«La literatura como educación en el humanismo desde temprana edad es la esencia de ‘Florecer’»

Cuando leo a Daniel Capó a menudo me acuerdo del escritor Jean-Claude Guillebaud –columnista en el bordelés Sud-Ouest–, otras de los Diarios de Jünger –cuya lectura nos unió– y otras del cardenal Newman o de la poesía de Hardy, entre otros contemporáneos. Pero enseguida saltan Eneas y Héctor y Ulises y entonces nos sabemos en casa. En nuestra Gran Casa. Política, la relación entre sociedad e historia, y espiritualidad son las constantes de sus crónicas y al fondo está la literatura como una forma de pensamiento. Y la literatura como educación en el humanismo desde temprana edad es la esencia de Florecer

Un padre lee a sus hijos y esas lecturas son la columna vertebral que traza la conversación entre ellos a lo largo de la vida. De ahí salen los modelos, las analogías, los conflictos, los destinos. De ahí sale y se construye el pensamiento familiar, pero sobre todo el florecimiento de la persona, el disfrute de los primeros atisbos de madurez –de las primeras señales del destino– en los hijos. Ahí están –lo hemos dicho– La Eneida y La Odisea y El Beowulf y La Biblia, pero también los cuentos nórdicos europeos –Capó lo es vía materna–, Ajmátova, Natalia Gizburg –con un papel central a través de sus Pequeñas virtudes–, Marcel Proust como salvación en Czapski, Walter Benjamin, y la música, esencial en la vida del autor. Sus dos intérpretes favoritos –Celibidache y Sviatoslav Richter– nos dan claves de la educación objeto del libro. Hubo algún momento, cuando lo leí, que pensé también en La infancia recuperada, de Savater. No es mala compañía. Pero se trata de otra generación. Antes he empleado el adjetivo luminoso al referirme a Florecer. No es exagerado: sus páginas desprenden una luz plácida y segura, que acoge. Como lo hace una inteligencia generosa. Si yo fuera padre joven saldría corriendo hacia una librería. 

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