THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

El poder de la lengua franca

«La paradoja final es que el español es tan poderoso e importante que es la lengua en que tiene sentido abogar por las otras lenguas peninsulares»

Opinión
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El poder de la lengua franca

Interior del Congreso de los Diputados. | Europa Press

Las redes sociales tienden al monopolio de manera natural porque la más usada se vuelve la más útil y viceversa. No importa si la historia de la fundación de estas redes es ignominiosa o sirve a intereses espurios, si quieres volver a estar en contacto con los compañeros del bachillerato (hay gente para todo) tienes que buscarlos en Facebook. Las redes sociales se comportan exactamente igual que lo han hecho, a lo largo de la historia, las lenguas francas. Cuanta más gente las habla y las entiende, más necesarias son y más personas buscarán entenderlas y hablarlas. Con una virtud adicional: cuanta más gente distinta use la misma lengua, más neutra se vuelve y, por lo tanto, más eficaz como instrumento de comunicación. Es decir, de comercio, de intercambio cultural y de creación.

La identidad colectiva asociada a la lengua es un hechizo de la razón, un sesgo cognitivo, en el que es más fácil caer si tu tribu es monolingüe y pequeña. Se confunde el mundo con el instrumento para interpretarlo. Eso le sucede a un triqui, a un yanomami y a un euskaldún, pero raramente a un neoyorkino. Nadie en su sano juicio cree que exista una identidad asociada a la lengua inglesa. La identidad compartida entre un estibador de Liverpool, un faquir de la India, un terrorista del IRA y un mormón de Utah se llama humanidad, y en ella cabemos todos.   

Una de las cosas que más sorprende al leer a Heródoto es descubrir la infinita variedad de tribus, etnias y lenguas de la Europa no griega. Los bárbaros no sólo lo eran porque no hablaban griego, sino porque no se entendían entre sí. Esto no pasaba, por cierto, en Mesoamérica, ya que el enorme mosaico lingüístico estaba compensado por el náhuatl, lengua franca mucho antes del imperio azteca, del norte árido y nómada al mundo maya y todo Centroamérica, hasta la selva del Darién. 

A diferencia del francés (en el origen, una más de las septentrionales lenguas de oïl), que fue impuesto tras la Revolución en el políglota Mediodía, o del italiano (lengua de la Toscana en su origen), mucho más tardío, sólo universal tras la unificación (invención) de Italia y la educación pública decimonónica, el español es la lengua franca de la península antes de ser España cabeza de un imperio y no consecuencia de ello. Era independiente a su expansión a América, aunque para fines prácticos da lo mismo. 

«La batalla por la suma de monolingüismos en la que están los nacionalistas solo se escucha más allá del marco subsidiado si se libra en español, la lengua franca, la lengua de la polis»

En Los mil y un años de la lengua española, el ameno erudito (valga el oxímoron) mexicano Antonio Alatorre cuenta la historia de la lengua castellana y trata de responder a este enigma. ¿Fue la fuerza comercial de la mesta y su transhumancia? ¿Fue el azar geográfico de ocupar el centro y el impulso de la reconquista al sur? ¿Fue la decisión de Alfonso X el Sabio de hacer del castellano la lengua de su Administración (y obra)? Nada vaticinaba su predominio. Si un viajero hubiera recorrido con mirada etnográfica la península antes de la Gran Peste y tuviera que decidir por la hegemonía futura, se hubiera inclinado por el galaicoportugués, lengua del sepulcro de Santiago y de la primera poesía culta de la península, o por el catalán, lengua del comercio mediterráneo. De ninguna manera por el castellano, con sus imposibles jotas guturales, su vocabulario árabe de frontera y sus enigmáticas haches mudas ante la sonora efe latina inicial.

Desde el siglo XV se podía recorrer la península comerciando en castellano, idioma pobre de cuna (hijo de la baja nobleza guerrera frente a la alta aristocracia leonesa) y de pronunciación vocálica (sólo cinco, frente a los siete del catalán o los nueve del francés). Una prueba entre miles: la lengua de los judíos de Girona expulsados por los Reyes Católicos en 1492 era la misma que de sus hermanos de fe de Tudela y Córdoba. En América, por el contrario, el náhuatl, el quechua y el aymara fueron sustituidos por el español como lengua franca de la colonia, pero no fue la lengua más hablada hasta el siglo XIX, cuando las nuevas repúblicas latinoamericanas la adaptaron como oficial y la impulsaron como norma obligatoria.

En cualquier caso, de manera lenta y de forma paulatina, impuesta por las aulas o por la espada, la realidad es que el español es la lengua de un vasto conglomerado humano, un instrumento útil para descubrir la aventura de ser humano y, para España, una fuente de riqueza y de prestigio. Lo saben los bancos y las eléctricas españolas, pero también los escritores, los editores y los cineastas. La sociedad gallega y la catalana son bilingües sin complejos y sin conflictos. Cambian de registro según el interlocutor y sacan ventaja de ambos mundos. También la parte valenciana de lengua catalana, cuyo único conflicto es nominativo, y la parte vasca y navarra de la lengua vasca (aunque el esfuerzo del uso culto tenga una recompensa pequeña y frágil). El problema está en las administraciones autonómicas y su entramado de intereses (laborales, económicos y políticos) y la penosa confusión etnográfica que arrastra el nacionalismo desde su origen. La paradoja final es que el español es tan poderoso e importante que es la lengua en que tiene sentido abogar por las otras lenguas peninsulares. Escribir en catalán en defensa del catalán es tautológico. Y escribir en catalán en defensa del bable es inofensivo y ridículo. La batalla por la suma de monolingüismos en la que están los nacionalistas solo se escucha más allá del marco subsidiado si se libra en español, la lengua franca, la lengua de la polis. 

Las palabras son puentes. Los pinganillos, murallas.

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