THE OBJECTIVE
Mario Garcés

Sánchez, dos hombres y un destino

«Sánchez sabe que su destino está en manos de dos hombres: Urkullu y Puigdemont. Dos hombres y un destino, el suyo y el de nuestra nación»

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Sánchez, dos hombres y un destino

Pedro Sánchez.

En el minuto y hora en el que Armengol haga público el resultado de la votación de investidura del candidato Feijóo, previsible y fatalmente fallida, comenzará el tiempo de la verdad. Es cierto que la verdad y Sánchez son un oximorón, pero inapelablemente, toda contradicción exige una explicación, por muy obtusa que esta sea. Mientras el antiguo socialismo español se desangra, entre espinas y rosas, en el Ateneo de Madrid, los impersonales domésticos con escaño en el Congreso de los Diputados en el grupo parlamentario socialista ofician la extremaunción de sus mayores. Los mismos que no tienen remilgos a la hora de invocar los ciento cuarenta años de historia de su partido en la tribuna del hemiciclo como una condición de legitimidad democrática y de superioridad moral. Históricos “ma non troppo”. Llama la atención, en todo caso, la invocación individualista de Alfonso Guerra a la rebeldía, atributo, según su parecer, de cualquier buen hombre de izquierda. Y sorprende la afirmación de quien hizo de la política un ejercicio de sumisión orgánica y de pensamiento único al grito de que “quien se mueve, no sale en la foto”.

Salvado el conflicto intergeneracional por la vía de la descalificación personal, Sánchez sabe que su destino está en manos de dos hombres: Urkullu y Puigdemont. Dos hombres y un destino, el suyo y el de nuestra nación. Una nación única e indivisible cuya razón de ser radica en el entendimiento de que no cabe fragmentar identidades nacionales allí donde solo existe un cuerpo nacional, el español. Así pues, el poder constituyente español no puede ser sustituido ni por un fundamento conformador que se sostenga en la existencia de una confederación de naciones que no existe (Urkullu), ni por un principio segregacionista basado en la independencia de una parte del todo nacional (Puigdemont).

Podrá pensarse ilusamente que son dos pretensiones diferentes, y no en vano en su formulación inicial lo son, pero el objetivo final del nacionalismo vasco, siquiera sea por comparación y por competencia, acabará siendo el objetivo perseguido por los nacionalistas catalanes. Es cuestión de tiempo, de estrategia y de oportunidad. El nuevo socialismo tendrá que dar muchas explicaciones. Pero, para ello, deberíamos preguntarnos qué hay detrás de las aspiraciones colectivas e individuales del nacionalismo vasco y catalán, porque Sánchez tendrá que machihembrar las dos piezas en su juego de aspirante al poder.

Por lo que se refiere a Urkullu, a diferencia de Puigdemont, no es reo, ni prófugo, ni aspira a jugar a “susto o muerte”. Entre la supervivencia del fugado y la pervivencia del Lehendakari, hay una gran diferencia que permite apelar a razonamientos muy diferentes. Comienza Urkullu por afirmar que España era un Estado plurinacional hasta el siglo XVIII y, paradójicamente, parece sentirse más cómodo en una visión nostálgica e interesada del “Antiguo Régimen”. Urkullu convertido al austracismo y contribuyendo a forjar una fantasía más respecto al régimen previo a los Decretos de Nueva Planta. Pues bien, Euskadi, ese neologismo aranista de finales del siglo XIX, no existía en la dinastía de los Austria, pero es que tampoco existirán los vascos como pueblo, sino que existían vizcaínos, guipuzcoanos y alaveses. Por cierto, en aquella época si un vizcaíno debía ser objeto de enjuiciamiento, sería juzgado en la Chancillería Real de Valladolid. Lamentablemente, apelar a Dios y a la ley vasca, como hacen los jeltzales es insuficiente, más allá de un sofisma. La ley vasca, si apelamos al volgeist jurídico previo a los Borbones, los dejaría en una situación de servidumbre. Dios, invocado en vano, no constituye ya un referente de legitimidad, máxime cuando sólo hay una organización política además del PNV que invoca a Dios y es Hezbolá (“Partido de Dios”).

«Por lo que se refiere a Urkullu, a diferencia de Puigdemont, no es reo, ni prófugo, ni aspira a jugar a susto o muerte»

Bajo este principio de pensamiento, Urkullu considera que España debería constituirse en un Estado confederal en el que el País Vasco, provisto de raíz soberana propia, fuera una de sus piezas constituyentes. O lo que es lo mismo, España pasaría a tener una estructura concertada, un mero receptáculo de naciones, muy próxima a un acuerdo de derecho internacional, en el que cada nación asociada y con independencia soberana, tendría derecho político a la separación unilateral, un derecho natural de secesión. Por desgracia para Urkullu, no existen precedentes en el mundo de Estados unitarios que hayan mutado a Estados confederados, sencillamente porque es imposible.

Por lo que respecta a Puigdemont, su situación personal es determinante a la hora de fijar posiciones. Lógicamente, y a diferencia de Urkullu, en esta primera fase, es un maximalista que se dirime entre ser mártir o héroe. Entre sus aprehensiones morales y su mesianismo frustrado, no puede compartir una fase de transición confederal como la que propone Urkullu. Más allá de presentar a Cataluña como “un pueblo avasallado por un Estado incomprensivo, una minoría nacional aherrojada por un poder despótico” (Pérez Serrano), percutiendo en el victimismo propiciatorio de una parte de la sociedad catalana, debe resolver su destino íntimo como reo de la justicia española. Porque, por lo demás, el argumento historicista tampoco tiene un pase. La mayor parte del actual territorio catalán, que al final de la Alta Edad Media constituía el condado de Barcelona, se integró en 1162 en la Corona de Aragón y, desde 1479, también en la Monarquía Hispánica. Por cierto, fue durante el reinado de Pedro IV de Aragón en 1362 cuando se consolidó la creación de la Generalidad de Cataluña, que no era otra cosa que el establecimiento como institución permanente de la Diputación del General, para la creación de un impuesto llamado generalidades, un tributo permanente y general en todo el territorio que garantizaba unas finanzas propias administradas por una institución estable y dependiente de las Cortes. No en vano no hay nada más histórico que el apellido actual del presidente de la Generalidad, Aragonés.

«Puigdemont, y su círculo no virtuoso, invoca constantemente el ejemplo de Escocia, pero, lamentablemente, son múltiples las diferencias»

Puigdemont, y su círculo no virtuoso, invoca constantemente el ejemplo de Escocia, pero, lamentablemente, son múltiples las diferencias. La Constitución española define al pueblo español como único titular de la soberanía nacional frente al carácter explícitamente compuesto del Reino Unido. Además, hasta ahora, el proceso que llevó al referéndum de 2014 en Escocia fue acordado, en contraste con el unilateralismo dominante en Cataluña, que, adicionalmente, es contrario a la legislación constituyente europea (“La Unión respetará las funciones esenciales del Estado, especialmente las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial…”, artículo 4.2 del Tratado).

Entre estos dos hombres anda el destino de Sánchez y, a la par, el de España. Que el socialismo español haya escogido la complacencia ante esta deriva de un adanista sin escrúpulos, como es Sánchez, es un error histórico con un calado político de primera magnitud. Sorprende que Sánchez hiciera lema en campaña de la necesidad de que España no retrocediese cuarenta años si ganaba la derecha, cuando algunos, aliados del mismo Presidente del Gobierno, pretenden que España retroceda tres siglos. También conoce Sánchez cuáles son sus límites, porque no podría llevar adelante una reforma de la Constitución habida cuenta de los apoyos con los que cuenta. Y si los conoce Sánchez, también los conocen Puigdemont y Urkullu. Por eso es el momento de la verdad. Para todos.

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