'La cantante calva' en el Congreso
«La obra del absurdo de Ionesco es una metáfora de lo que está pasando. Hemos dado un paso atrás en la comunicación y preservación de nuestra democracia»
Hace 75 años, un joven rumano afincado en París compró un manual para aprender inglés. Según sus propias palabras, copió frases para aprenderlas de memoria y, al releerlas, se percató de «axiomas» tan increíbles como que «la semana tiene siete días o que abajo está el suelo y arriba el techo». Tuvo entonces una epifanía. Debía dejarse del inglés, y «comunicar las verdades esenciales reveladas por el manual». Así, Eugène Ionesco escribió La Cantante Calva, la obra del teatro del absurdo que mejor describe la incomunicación. El texto no es sino la transcripción casi literal de esas conversaciones que mantienen los personajes de un manual de inglés… y no hago más spoiler.
La semana pasada, a la luz del espectáculo que vimos en el hemiciclo, este libro, que leí hace años, cobró especial actualidad para mí.
Lo cierto es que ya hace tiempo que no se presta mucha atención a lo que dicen los diputados, pero es triste que lo que haya acaparado portadas en todo el mundo no sea tanto lo que han dicho, sino en qué lengua y con qué gestos se lo han dicho.
Bingo. Los nacionalistas han logrado una vez más imponer su agenda, esta vez en el corazón mismo de nuestra democracia: el Congreso. Después de pasarse las normas por el arco del triunfo, el Pleno aprobó el jueves un artículo del reglamento para dar a los diputados el derecho «de usar en todos los ámbitos de la actividad parlamentaria cualquiera de las lenguas que tengan carácter oficial en alguna Comunidad Autónoma».
El tema, que ha despertado ríos de tinta y mucho ja-ja, ji-ji con los pinganillos, no es en absoluto trivial ni un capricho costoso, pagado a escote por todos, de Puigdemont (que también). La lingüística es el arma de destrucción, extorsión y control más potente. Y los secesionistas (y Sánchez) lo saben.
«El esfuerzo por convertir el Congreso en una torre de Babel boicotea el control y la rendición de cuentas»
La imposición de lenguas cooficiales en la cámara baja, de entrada, ataca frontalmente los principios del parlamentarismo (del francés parlement, vocablo que expresa precisamente la acción de parler, hablar) y, además, socava la herramienta esencial para construir una nación: la comunicación.
Y lo explico.
Uno de los pilares de cualquier democracia representativa es, valga la redundancia, la «representación», que necesita de la publicidad para desarrollarse. Los ciudadanos tenemos que saber qué dicen nuestros representantes para poder juzgarlos y elegirlos con acierto. Nuestro «derecho a la información» nos concede la facultad de recibir y acceder a información veraz que nos permita tomar decisiones. Esto, al margen de la mediación de traductores y periodistas, requiere también el acceso directo a las cuestiones en términos comprensibles, especialmente cuando existe una lengua común que lo permite. El «sentido» es una dimensión esencial de la comunicación que se pierde en este «sinsentido».
Eso no es todo. El esfuerzo por convertir el Congreso en una torre de Babel boicotea otra labor fundamental de la cámara: el control y la rendición de cuentas (fundamentales en cualquier democracia). La publicidad es esencial también para que conozcamos actuaciones cuestionables y escándalos de nuestros representantes y para exigir cuentas al Ejecutivo. La incapacidad de comprensión directa de los discursos socava la capacidad de fiscalización del Gobierno, algo que a algunos les viene muy bien (y si no, recuerden la no comparecencia de Sánchez durante la pandemia). Auguro ya una desconexión total de los plenos, que si ya eran aburridos ahora se convierten en infumables.
Graves son las cuestiones mencionadas, pero, a mi juicio, lo más peligroso de la babelización del Parlamento es la «tragedia del lenguaje» de la que hablaba Ionesco: la imposibilidad de construir «lo común». Comunicar proviene del latín communicare (compartir), y este a su vez de communis (común, mutuo, participado entre varios, con comunión). Comunicar es compartir contenidos de conciencia. La comunicación es la base de la cultura, de las sociedades y de las naciones.
No hay mayor aliada de las dictaduras que la incomunicación, que es, precisamente, la mayor enemiga de la democracia. En la sociedad de la posverdad, lamentablemente, la incomunicación se está instalando con las mentiras y la falta de veracidad en los mensajes políticos, así como con gaslighting y la incapacidad para captar correctamente la realidad. A estos obstáculos se suma ahora, en España, la falta de vehículos para compartir las ideas de manera efectiva.
La Cantante Calva ilustra lo que está sucediendo en el Congreso. La trama es la comunicación incorrecta como fuente de problemas entre las personas. Y así es, y así se pretende que siga siendo. Cuanto más aislados, polarizados y distantes, mejor lo tienen algunos para destruir la nación y mejor lo tienen otros para dominar a la gente.
Los derechos de algunos diputados deben terminar donde se empiezan a pisar los derechos de los ciudadanos.
«Sus señorías representan en el Congreso a todos los españoles y deben ser entendidos por el conjunto de la ciudadanía»
La libertad de expresión de sus señorías ya está reconocida: es en las Comunidades Autónomas donde pueden y nos deben representar en nuestras lenguas vernáculas, que son las oficiales en esos territorios. Si queremos ampliar y proteger estos derechos, ¡hagamos traducciones de los discursos de la lengua común a las lenguas cooficiales y no a la inversa! (por cierto, señor Albares: no somos 11 millones de catalanes: los valencianos somos valencianos).
Sus señorías representan en el Congreso a todos los españoles y deben ser entendidos por el conjunto de la ciudadanía. La cámara baja no es una cámara de representación territorial. Mal que les pese a ellos (y que me pese a mí), Nogueras o Rufián también nos representan. La imposición de lenguas cooficiales dificulta gravemente el derecho de acceso, el derecho a la información y la representación y el control. Alguien, en lugar de comprarles el marco o hacer performances, debería denunciarlo.
La obra del absurdo de Ionesco se ha convertido en una metáfora de lo que está pasando. La semana pasada dimos un paso atrás en la construcción de una comunicación efectiva y en la preservación de la esencia misma de nuestra democracia.
Se ha dicho que el teatro del absurdo podría ser un teatro de advertencia social. Ionesco calificó su pieza como «una gran comedia que es en sí misma una gran tragedia». Era un visionario. Pues eso.