Feijóo y el síndrome de Estocolmo
«Conviene no hacerse trampas y asumir cuanto antes la realidad: España está secuestrada por una banda sin escrúpulos y nada ni nadie la va a detener»
Lo mejor de la sesión de investidura de Alberto Núñez Feijóo, para qué nos vamos a engañar, es que se pone en marcha el reloj de dos meses para que, si nadie obtiene antes el favor de la Cámara Baja, se puedan celebrar de nuevo elecciones generales el 14 de enero. Ese es, hoy por hoy, el único y remoto consuelo que les queda a los millones de españoles que estos días se muestran sinceramente preocupados por el devenir de los acontecimientos y, en especial, por la voluntad decidida del presidente del Gobierno de hacer lo que haga falta con tal de repetir en Moncloa.
Y lo segundo mejor de la sesión de investidura es que, una vez superado este trámite, por fin podremos poner el foco en Pedro Sánchez, que es el único que puede recabar los votos para ser presidente, toda vez que no parece posible un entendimiento entre los dos principales partidos, que sería lo lógico en cualquier país de nuestro entorno donde se hubieran producido unos resultados similares a los del 23-J.
Investidura melancólica
Son comprensibles los motivos por los que Feijóo ha decidido someterse a una investidura estéril, pero no está muy claro que haya sido un acierto hacerlo de esta manera. Es verdad que él ha podido explicar su proyecto y reivindicar las enormes diferencias que le separan de Sánchez, pero también es cierto que todo esto le ha dado un mes extra al PSOE para preparar sus pactos con el independentismo y que el espectáculo vivido en el Congreso de los Diputados solo conduce a la melancolía: la constatación de lo que podría haber sido y no fue; el presidente que podríamos haber tenido y probablemente nunca tendremos.
«Ver en acción a Feijóo provoca tristeza, pues su puesta de largo en la tribuna de oradores solo sirve para recordarnos lo bajo que hemos caído»
Como todo el mundo ha podido ver, Feijóo es una especie en extinción: un político sosegado, moderado, educado, partidario del consenso y cargado de sentido común. Se podría decir que incluso ingenuo, pues dice moverse exclusivamente por el interés general… y da la sensación de que lo dice de verdad.
Y ese es precisamente el problema, que parece de otra época. El actual líder del PP es el nítido ejemplo de lo que mereceríamos como presidente si no estuviéramos inmersos desde hace años en una pendiente de podredumbre en la que cada vez tenemos gente de peor calaña gobernándonos. Feijóo viene del pasado a mostrarnos cómo fue un día la política, por eso verle en acción provoca tristeza, pues su puesta de largo en la tribuna de oradores solo sirve para recordarnos lo bajo que hemos caído.
Piscina de tiburones
Por muy sólido que sea su discurso, que lo fue, Feijóo jamás podrá salir vivo de un Congreso transformado en circo y donde hay más hooligans que estadistas. Jamás podrá hacerse entender ante tanto ignorante ni convencer con argumentos a una turba de sectarios. La política del siglo XXI se ha convertido en una piscina llena de tiburones en la que hay que ser muy hijodeputa para salir vivo. Por eso Sánchez es y seguirá siendo el presidente, porque entiende mejor que nadie los nuevos códigos. Es el más listo y el que más ganas demuestra.
Si Feijóo tenía alguna duda sobre cómo se las gasta Sánchez, quedó definitivamente disipada cuando sacó a su dóberman de confianza a dar la réplica. Y por mucho que algunos podamos escribir un puñado de artículos contrastando la sensatez del gallego frente a la marrullería de Óscar Puente, lo cierto es que la batalla está perdida de antemano. Ni el discurso de Feijóo va a mover un solo voto en el Congreso, ni Sánchez va a dejar de hacer lo que tiene decidido desde hace semanas.
Por eso conviene no hacerse trampas al solitario y asumir cuanto antes la realidad tal y como es. España está secuestrada por una banda sin escrúpulos y nada ni nadie la va a detener, entre otras cosas porque el 23-J los españoles con síndrome de Estocolmo, lejos de menguar, aumentaron en un millón más respecto a cuatro años antes. Con semejante aval encima de la mesa, es lógico que el presidente ni siquiera subiera a la tribuna a despeinarse.