El tremendismo
«Hay una sobreexcitación de las emociones -común a la derecha y a la izquierda- que nos hace vivir todos los problemas con un espíritu agónico, exasperado»
Que Alberto Núñez Feijóo no va a ser presidente al finalizar el debate de investidura todo el mundo lo da ya más o menos por descontado desde hace semanas. Desde luego aún no lo sabemos ni lo sabremos hasta el viernes, ya que la política da muchas vueltas y el malestar que existe en una parte del PSOE –¡y de su electorado! – puede ocasionar alguna sorpresa. Pero lo dudo porque la política no actúa como un eje moral, sino como una maquinaria de poder; en todo caso, el paso de los días lo dirá.
La aparición de una nueva formación socialdemócrata –bienintencionada, aunque me temo que condenada al fracaso– sólo servirá para incrementar el barullo y el ruido de fondo. El problema, no obstante, sigue situado entre los dos partidos centrales (PP y PSOE), que se muestran incapaces de superar sus tics sectarios y de abordar el fondo de la crisis española con la suficiente altura de miras. Hablo de sectarismo a sabiendas, porque nuestra política se mueve continuamente entre una agencia de colocación y una hinchada futbolera: los míos contra los tuyos, pero siempre con el bolsillo bien lleno. Como Dante a las puertas del Infierno, es fácil caer en la tentación de abandonar toda esperanza. Si bien, no olvidemos que –al menos para los padres capadocios y los teólogos ortodoxos– incluso del infierno se puede salir. Nunca debemos renunciar a la esperanza.
No debemos hacerlo, por mucho que nos cueste, porque la crisis en la que estamos inmersos tiene algo de estructural –¿un sistema de elección mal diseñado?–, pero sobre todo tiene mucho de cultural. Hay una sobreexcitación de las emociones –común a la derecha y a la izquierda, a los nacionalistas y a los no nacionalistas–, que nos hace vivir todos los problemas con un espíritu agónico, exasperado. Es el tópico inveterado de la situación terminal del catalán o de la ruptura del país, cuando ni lo uno o lo otro resulta probable. ¿A qué se debe esta apelación inmediata a las emociones? ¿A un legado del catolicismo barroco que se impuso en España tras la Contrarreforma? ¿A una estructura ideológica y social de siglos que menosprecia la inteligencia? ¿A un instinto mediterráneo ajeno a las virtudes burguesas del Norte europeo? ¿Quién sabe? Pero ese tremendismo convertido en marco de actuación explica muchos de nuestros males.
«El tremendismo, promovido por las élites, explica que se considere democrático trazar líneas rojas entre los partidos»
El tremendismo conduce al enconamiento y a la intolerancia; nos transforma en enemigos, cuando a lo sumo deberíamos ser adversarios; se sostiene sobre el viejo principio de Luis Aragonés, según el cual «hay que ganar por lo civil o por lo criminal», cuando ninguna victoria justifica el enfrentamiento de una nación contra sí misma. El tremendismo, tan astutamente promovido por las élites, explica que se considere democrático trazar líneas rojas entre los partidos, fronteras infranqueables que imposibilitan el diálogo bajo todo tipo de acusaciones gratuitas. Este tremendismo sólo se puede comprender desde la frivolidad moral de unas élites que han dado su espalda a su deber y que viven encerradas en los privilegios de su propia clase social.
El previsible fracaso de Feijóo en la investidura pone todo el peso de la balanza en el PSOE, que es –aún más que el PP– el partido central de nuestra democracia. Nuestro fracaso es, sobre todo, el fracaso del PSOE. No lo olvidemos, por mucho que ahora se quiera convertir en chivo expiatorio a la media España que no acepta decir adiós al régimen del 78. Las grandes derrotas son siempre colectivas, pero la gravedad de las culpas no es equiparable. La España bronca y empobrecida de hoy es una España que ha sido maleducada por sus dirigentes. Y, en esto, nada ha cambiado.