THE OBJECTIVE
Rosa Cullell

Quiero ser toledana

«La Europa democrática es la mía. No confío en los patriotas que se sienten superiores a sus vecinos e inventan naciones para echar de ellas a los disidentes»

Opinión
2 comentarios
Quiero ser toledana

Ilustración de Alejandra Svriz.

Me siento bien en cualquier ciudad, país o barrio en donde aún quede una tasca con menú del día y una cafetería cuyo café no tenga mil sabores. No pretendo echar raíces ni amar una tierra más que a otra porque sea el lugar donde nací o del que procedían mis abuelos. Tampoco creo que deba hablar a todo el mundo que pise Cataluña en mi única lengua materna, cuando siempre he tenido dos. Me gusta rodearme de amigos y aprender, pero, tras vivir una década en Portugal, sigo sin sentir saudades del antes ni del después. Entiendo la vida errante, el ir y volver; odio colgar banderas en el balcón y repudio a los que piensan que el apellido dice quien eres y el camino que tienes. Soy ciudadana de España, de la península ibérica, de Europa. 

No quiero, hoy, opinar de nuevo sobre lo que van a exigir los independentistas para investir a un presidente. Tampoco insistir en esto o aquello que el sanchismo está dispuesto a conceder al secesionismo. Me agota el mercadeo. Por eso, cuando me pidieron un artículo para este jueves de septiembre, lo primero que pensé fue en salir corriendo hacia una roca colgada sobre el mar, encima del mismo abismo, y pedir asilo bien lejos, en cualquier casa vacía.

Pero ya no hay mecenas que regalen tiempo muerto, que ofrezcan sus mansiones a los poetas —menos aún a los vulgares plumillas— para soñar ángeles encima de un acantilado. O sea que me puse a releer las Elegías de Duino, en una edición bilingüe (alemán/español) de Lumen, editada en 1980 y regalada por un amigo. Quería olvidarlos a todos. También a la posible amnistía o como le vayan a llamar ahora al olvido.

«Rilke era admirador de Freud y amante de la discípula del doctor, la gran escritora y psicoanalista rusa Lou Andreas-Salomé»

El poeta checo Rainer Maria Rilke llegó, en 1912, al palacete sobre el Trieste de la aristócrata Marie Von Thurn und Taxis Hohenlohe. Le fallaba la inspiración, andaba exhausto, con un bajón considerable. No se le ocurría nada y pensaba en pedir ayuda psiquiátrica; era admirador de Freud y amante de la discípula del doctor, la gran escritora y psicoanalista rusa Lou Andreas-Salomé. Quería, como se dice ahora, salir del agujero, hablar con la naturaleza, escapar de la modernidad. 

A los pocos días, sentado y abstraído en el roquedo de la princesa, el viento que llegaba del Adriático le sopló un verso: «¿Quién, si yo gritara, me oiría entre los coros de los ángeles?». Así comienza la primera de las Elegías de Duino. Acabaron siendo diez. Ellas, junto con los posteriores Sonetos a Orfeo, convirtieron a Rilke en el más grande poeta europeo del siglo XX. 

A Rainer, nacido en Praga el 4 de septiembre de 1875, le llaman «el buen europeo». Llegó al mundo cuando Bohemia era aún parte del Imperio austrohúngaro y Checoslovaquia no existía. Escribía de forma habitual en las dos lenguas familiares, el alemán y el francés, aunque también salpicaba sus poemas de palabras checas aprendidas en su adolescencia. Sus conocimientos de ruso le permitieron conversar sobre la naturaleza y las religiones con León Tolstoi durante las dos visitas que, acompañado de Lou Andreas, hizo al autor de Guerra y Paz.

Quiso conocer España, atraído por el entusiasmo que le provocaba la obra del Greco y debido a su amistad parisina con el pintor Ignacio Zuloaga. Viajó por Andalucía, enamorándose de Córdoba y de las figuras angélicas del Islam, pero no encontró nada reseñable en Sevilla. En una carta escrita desde Venecia en septiembre de 1912, Rilke afirma que quiere «ser toledano». ¿Por qué no? En noviembre de ese mismo año, ya estaba en La Mancha. El poeta errante, el más grande de los autores líricos europeos, pensaba que Toledo era «ciudad del cielo y de la tierra». En ella encontró la gloria del héroe, la vida y la muerte. Y eso es mucho más apasionante que ser de tu pueblo y criticar al vecino toda tu vida. 

«Poco nos va a quedar en común en esta España nuestra si regalamos la democracia parlamentaria al mejor postor»

Vagaba por nuestro continente, como hacían entonces los grandes hombres de la cultura, con un bendito sentido de desarraigo que le impedía asentarse. Mientras escribía las elegías, cambió cincuenta veces de lugar de residencia. Acabó su vida en Suiza, el país de los apátridas (antes poetas, pastores y relojeros; ahora, millonarios, banqueros y fiscalistas). 

«La verdadera patria del hombre es su infancia». Esa frase es la más conocida (manida, incluso) del escritor alemán. Sirve para casi todo en nuestra sociedad de redes y aburridos podcasts. Me gusta más, puestos a escoger, la que nos dejó Miguel Delibes: «La infancia es la patria común de todos los mortales». 

Poco nos va a quedar en común en esta España nuestra (o en esa Cataluña suya) si regalamos la democracia parlamentaria al mejor postor, al que quiere dividir nuestras infancias, poner fronteras al verso libre y a sus lenguas. Cuando entramos en Europa, durante la Transición, creíamos que íbamos a unir monedas y sindicar deuda; dedicar esfuerzos a derruir barreras del pensamiento para compartir universidades y culturas. ¿También eso lo vamos a olvidar?

La Europa de los Estados —parlamentarios, democráticos— es la mía. Y espero que siga llenándose de poetas errantes. No confío en los patriotas que se sienten superiores a sus vecinos e inventan naciones para echar de ellas a los disidentes. Pactar con quien sueña en volver a la Edad Media y a sus condados no parece la solución a ninguno de los problemas actuales. Por eso, el domingo iré a la manifestación de Sociedad Civil. Para que nadie crea que Cataluña, esta tierra que linda con Aragón, Valencia y Francia, es suya. Porque es de todos. 

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D