Memorias del subdesarrollo
«Yo los seguiré nombrando los mundiales, aunque se traten ya de unos Juegos de la Empatía que serán declarados no-binario»
El anuncio de que el Mundial 2030 se disputará en seis países convierte en literal el término arrabalero con que nos referíamos al campeonato: los mundiales. «Los mundiales del 82», decíamos asombrados a años vista, como si el acontecimiento, que empezaba a abrazar la globalización, fuera a reventar las costuras de una España que rezumaba provisionalidad. En la Barceloneta había dudas más que razonables respecto a lo que parecía un hito espectral, del que no había más prueba que su enquistamiento en el habla, ese ritornelo que ceñía el futuro a un horizonte mítico: «Esto no va a estar para los Mundiales», y que volvió a circular aún más enfáticamente con el A la ville de.
En un apaño no muy distinto al que acabará beneficiando a Arabia, la FIFA había designado el 6 de julio de 1966 a los anfitriones de 1974, 1978 y 1982 conforme a la tácita ley de la alternancia entre América y Europa que regía por entonces, de suerte que España se retiró de la votación de 1974 y fue proclamada automáticamente sede de los Mundiales de 1982. Esos dieciséis años de hibernación contribuyeron sin duda a sumir el advenimiento en la bruma de la incertidumbre, apenas acotada por urgencias tan inderogables como pasar página de la dictadura e instaurar la democracia.
El certificado de veracidad llegaría tres años antes, cuando el maná de la remodelación de los estadios daría rienda suelta a cotas de pillaje desconocidas en España: miles de millones de las antiguas dilapidados en remiendos de cemento para cuya adjudicación, en algunos casos, ni siquiera mediaron concursos. La etiqueta #Mundial82 de la hemeroteca de El País es un llamativo prontuario de aquel subdesarrollo, que tiende a agigantar por comparación la inverosimilitud del 92, cual si ese otro país no fuera el resultado de una evolución plausible, sino de una brecha en el tiempo.
Algunas de las noticias de la montonera son netamente taciturnas, como la que informa, sólo meses antes del evento, de que «el Gobierno confirma su apoyo al Mundial» (y que da perfecta cuenta de la antigua separación entre Iglesia y Estado); o la que reseña, con pavorosa campechanía y asumiendo sin ambages la prosa terrorista, que «ETA no tiene interés en atentar contra el Mundial-82» («No tenemos ningún interés», decía la fe de etarras, «en atentar contra los participantes o el público del Mundial de fútbol, deporte que es muy popular en España»). La tregua mundialista de los polimilis (VIII Asamblea) coincidió con la conjura del boicot británico, en la que debió de influir, además de un juicioso desmentido de The Times («El mundial no se juega en Argentina. Argentina no es el único país que participa en el campeonato y su equipo no debe ser considerado como el representante del gobierno de Buenos Aires»), la evidencia de que también en Reino Unido el-fútbol-es-un-deporte-muy-popular. Las hostilidades, que las hubo, encontraron un feliz aterrizaje en «El Naranjito», según su fiel denominación, que cumplió la función de catalizar la ira de una izquierda que había renunciado a liderar la Liga Antienajenación porque, ya saben, el-fútbol-es-un-deporte-etc. Este fiero editorial («Fuera ese mamarracho») es uno de los mayores exponentes de lo que bien cabe interpretar, dada la época, como un tiro por elevación:
«’El Naranjito’ cumplió la función de catalizar la ira de una izquierda que había renunciado a liderar la Liga Antienajenación»
«Los ciudadanos españoles se han despertado con la pesadilla de que la imagen que va a servir para singularizar a nuestro país como organizador del próximo Campeonato Mundial de Fútbol es un horripilante engendro que trata de imitar los nefastos simbolismos antropomórficos del peor Walt Disney y que tiende a confundir el espíritu nacional con alguna marca de quinta fila de refrescos».
Y Francisco Umbral, que durante aquellos días y contraviniendo su querencia se prodigó en futbolerías, reveló a qué marca de quinta fila aludía en el texto, conjetura.
«Julián Santamaría, el genio del graffiti artístico, loco de pelambrera y de pasado, viejo tronco del rollo y la inventiva, es el hombre que venció en cruel batalla al indeseable Naranjito -¿ustedes se acuerdan?-, aquel engendro de la peor nostalgia de Walt Disney, una cosa entre Disneylandia y la Fanta, con todo mi respeto y toda mi sed para la Fanta».
También él, por cierto, decía los mundiales, y así los seguiré nombrando, aunque en puridad se traten ya de unos Juegos de la Empatía que, a no mucho tardar, también serán declarados no-binario. Un espectáculo multilingüe sin vencedores pero, sobre todo, sin vencidos.