Camino a una dictadura
«Ahondar en el autoritarismo y la desigualdad civil, usar la polarización como arma política y someternos a un caos jurídico lleva a la democracia iliberal»
Estos días he estado dando conferencias sobre la evolución de las democracias y su inestabilidad en dos Universidades, una en Madrid y otra en Coimbra. Por supuesto, todos acabamos pensando en esta España nuestra. La sensación general del público y de mis compañeros es que vivimos la combinación de una deriva autoritaria con la polarización social, la pérdida de libertad y el caos jurídico. A esto sumamos la mediocridad de la clase política, y la falta extrema de confianza en su quehacer y palabra. No costó mucho llegar a la conclusión: vivimos una desautorización de la viabilidad de la democracia liberal como Estado de Derecho capaz de preservar las libertades de las personas. La idea es difícil de asimilar. Lo explico.
Partamos de una aclaración. Las dictaduras actuales no son como las propias de los siglos XIX y XX. Ahora son regímenes que aparentan ser democráticos porque parecen descansar en la voluntad nacional representada, pero no hay separación de poderes, ni respeto al imperio de la ley porque se retuerce la legislación en beneficio del gobernante. Además, las libertades son multinivel; es decir, hay territorios, opiniones u organizaciones hegemónicas que tienen más derechos que otras.
Lo que antes eran dictaduras ahora son democracias iliberales teñidas de autoritarismo y populismo. Cuando hablamos de dictadura, entonces, no nos referimos a las tradicionales, sino a unas más sutiles pero más sólidas porque se basan en el democratismo y en la legitimidad de la retórica y la moral oficial y obligatoria. Una prueba de que se vive en una dictadura de este tipo es la autocensura a la hora de emitir una opinión, pensando en la cancelación social y laboral apoyada por el Gobierno y su ámbito de influencia. Recuérdese el carácter intocable de las «verdades oficiales» en España.
«La responsabilidad de la viabilidad de un sistema representativo depende del comportamiento de su élite política»
Sigo con la explicación. En la historia no hay paralelismos ni repeticiones. El que lo diga miente o es un ignorante. Ahora bien, el conocimiento histórico proporciona enseñanzas y reglas. Las reflexiones que nos transmitieron Tocqueville, Cánovas, Gladstone y otros tantos que aquí y ahora ni se conocen ni estudian, es que la responsabilidad de la viabilidad de un sistema representativo depende del comportamiento de su élite política, con independencia del partido al que pertenezcan.
Son los dirigentes quienes proporcionan estabilidad y confianza, transmiten buen ejemplo a los ciudadanos, y son capaces de contener y dirigir la opinión y los intereses hacia el bien común. Esto pasó en la Transición española, sin idealizaciones ni ocultamientos, pero fue así a grandes rasgos. No hubo ruptura, guerra civil ni se generalizó la violencia política porque aquella clase dirigente fue responsable y se implicó en el cambio. Esos políticos tendieron hacia una conciliación, sin polarizar, sino calmando a la gente de palabra y obra.
Comparemos ese comportamiento con el de los dirigentes actuales, especialmente con los sanchistas del PSOE, la gente de Sumar y sus aliados. Es una clase politica frentista, agresiva, autoritaria, que banaliza la violencia —véase cómo justifican el terrorismo de Hamás y de ETA—, arrogante y soberbia, que se salta el imperio de la ley en su beneficio, que desprecia la separación de poderes, y que privilegia la aritmética por encima de los fundamentos básicos de la democracia liberal y del bien común. Las indignantes fotos de Sánchez con sus amigos independentistas son una buena muestra.
«Una cosa es la formación de un Gobierno parlamentario llegando a pactos y otra muy distinta es desquiciar un sistema»
A esta situación política, los clásicos referidos lo llamaban «despotismo», un mal capaz de quebrar el sistema representativo usando la misma legislación sobre la que se apoya. Era posible, decían, que basándose en el número, en el juego de mayorías, cambiaran las reglas de juego para someter a las minorías, poniendo fin así a la democracia liberal en nombre del democratismo.
Esos pensadores antes citados nos confiaron algunas dudas razonables sobre el encaje de la libertad con una democracia tomada como religión, esto es, con predicadores en lugar de juristas y técnicos, y con feligreses en vez de ciudadanos. El problema estaba en los políticos profetas y visionarios que con poder hacían demagogia y retorcían el sistema a su conveniencia. Hasta el mismo Galdós en su época republicana, la última, cuando intentaba tapar sus primeras décadas como liberal monárquico y conservador, escribió en La segunda casaca que el democratismo atonta y embrutece a la gente empujada por políticos que solo buscan mandar.
Vuelvo al comienzo. Esa sensación general de desánimo y enfado por la incapacidad del sistema para contener la deriva de un ambicioso sin escrúpulos como Sánchez es una mala señal. Una cosa es la formación de un Gobierno parlamentario llegando a pactos con otros, y otra muy distinta es desquiciar un sistema, ahondar en el autoritarismo y la desigualdad civil, repudiar a los constitucionalistas, usar la polarización como instrumento político, abrir las vías para descuajeringar el país, y someternos a un caos jurídico, sin seguridad en la fuerza de la ley y los tribunales. O mucho nos equivocamos, que puede ser, o este camino nos lleva a una democracia iliberal.