THE OBJECTIVE
Daniel Capó

¿Dónde estás, padre?

«La realidad se pliega violentada a ese ímpetu ignoto que conjuga la locura con el dolor, el orgullo con la compasión y la misericordia, y el derecho con la venganza»

Opinión
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¿Dónde estás, padre?

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Escucho en casa una vieja grabación de la ópera Elektra, de Richard Strauss, que dirigió Eugen Jochum entre las ruinas de Hamburgo en 1944, cuando la ciudad ya había sido arrasada por los bombarderos aliados en la llamada Operación Gomorra. Hay algo sobrecogedor en este registro fonográfico, reflejo quizás de la Historia, como sucede con todas las grabaciones alemanas de la época: de la integral liederística de Schubert que preparó el pianista Michael Raucheisen (un Winterreise con el joven Hans Hotter, por ejemplo, o con el tenor expresionista Peter Anders) al Beethoven agónico y sin precedentes de Wilhelm Furtwängler. Se conserva una grabación apocalíptica de la Novena de Bruckner, bajo la batuta del mismo Furtwängler, que resulta inexplicable sin el horror cotidiano de la guerra.

También en esa Elektra de Jochum late una angustia vital que no es ajena a la partitura. Inspirada en la tragedia de Sófocles, Elektra pone en escena la obsesiva venganza de la hija de Agamenón contra Clitemnestra, su madre y Egisto, el amante de esta, ambos responsables de la muerte de su padre. En un universo dominado por el odio y la desesperación, Electra se sumerge en un frenesí que conduce indefectiblemente al asesinato. Es esa intensidad, exacerbada por la turbulenta orquestación de Strauss, la que encuentra un eco ensordecedor en el escenario bélico de 1944. El horror está dentro y fuera. La humanidad es la víctima.

«¿Dónde estás, padre?», repite Electra al principio de la ópera. ¿Dónde está el hombre?, podríamos preguntarnos nosotros. El asesinato del padre equivale simbólicamente a cancelar la condición de hijos y, por tanto, de hermanos. Algo de esto vislumbró el psicoanálisis y seguramente también Nietzsche, cuando profetizó un mundo liberado de los viejos dioses. «¿Dónde está tu hermano?» es la pregunta inversa que lanza Dios a Caín, tras el asesinato de Abel: su sangre (en hebreo se emplea el plural «sus sangres», evocando todas las generaciones que no nacerán) clama al cielo. Y la humanidad entera desciende de Caín, lo cual también tiene un claro valor simbólico.

«Con Caín llegaron las ciudades, la forja, la música y las artes. También el horror»

Tras la caída de Adán y Eva, acontece el pecado de Caín. La antigüedad –griega y judía– no oculta el lecho de muerte sobre el que se escribe la Historia. Parece que no hay excepción alguna a esta regla. Con Caín llegaron las ciudades, la forja, la música y las artes. También el horror que, como una sombra, nos persigue. Homero lo narró primero en la Ilíada. Para él, toda la Historia se encuentra sujeta a la fuerza, a un motor ciego e incontrolable que ni siquiera los dioses logran detener; mucho menos los hombres. La realidad se pliega violentada a ese ímpetu ignoto que conjuga la locura con el dolor, el orgullo con la compasión y la misericordia, y el derecho con la venganza.

Hay dos escenas inolvidables en la Ilíada: una es la muerte de Héctor –el más humano de los héroes– a manos del colérico Aquiles; la otra es el encuentro de Príamo, rey de Troya, padre del príncipe Héctor, con Aquiles. Es el fragmento más hermoso, más profundamente verdadero del poema homérico: aquel en el que Príamo se humilla y desciende hasta la tienda del héroe aqueo para implorar que le entregue el cadáver de su hijo. Postrado a sus pies, dice el rey: «Respeta a los dioses, Aquiles, y, pensando en tu padre, ten compasión de mí. Yo soy aun más digno de piedad y he osado hacer lo que ningún mortal hasta ahora: llevar a mis labios las manos del hombre que ha matado a mis hijos». La respuesta del griego apunta hacia el fundamento común de la humanidad: «Dejemos reposar los dolores en nuestras almas, sea cual sea nuestra aflicción».

Dejemos reposar los dolores en nuestras almas… Sin perdón no hay esperanza ni futuro. Esta regla también vale hoy.

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