THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Para qué la cultura

«El orbe occidental parece un gigante sin memoria, impulsado por la inercia bélica a dar manotazos ciegos porque no recuerda qué estaba defendiendo»

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Para qué la cultura

Durante la sesión de investidura de Feijóo, ni un solo diputado hizo referencia alguna a libros o autores. | TO

En la sesión de investidura de Alberto Núñez Feijóo se pudo constatar hasta qué punto la cultura ya ha desaparecido por completo de la política. Ni un solo diputado hizo referencia alguna a libros o autores, ni siquiera para disimular y exhibir alguna cita ornamental, por tópica que fuera. La presidenta del Congreso, la nueva Mrs. Malaprop del parlamentarismo, en su primer y lamentable discurso, trajo a colación a Salvador Espriu, pero a punto estuvo de sacar la guitarra de Lluís Llach, con su «cara de seminarista y voz de confesionario», según la definición memorable de Juan Marsé. Los versos de La pell de Brau que Mrs. Malaprop recitó con tanto sentimiento fueron, además, los mismos que se eligieron para lanzar la campaña independentista del año 2012 en Cataluña, así que nada nuevo bajo el sol.

La desaparición de la cultura en el debate público está teniendo ya consecuencias perceptibles en la automatización de las opiniones. Cada vez que se desata un conflicto, como estos días el atentado de Israel, empieza a girar una rueda vacía de mensajes publicitarios que se aprovechan de la ausencia de pensamiento. El abandono de nuestra tradición filosófica y humanística, llevada a cabo en aras de un absolutismo democrático que ahora empieza a mostrar su verdadera cara, nos está haciendo olvidar que Occidente se fundó en el libro. Todo aquello que se pretende defender cuando se habla de «democracia», «libertad» o «igualdad» no significa nada si se disocia de su origen.

«Cada vez que se desata un conflicto, como estos días el atentado de Israel, empieza a girar una rueda vacía de mensajes publicitarios que se aprovechan de la ausencia de pensamiento»

Gracias a ese proceso de general amnesia y de negligencia educativa, el orbe occidental se parece a un gigante sin memoria, de pasos lentos y pesados, impulsado por la inercia bélica a dar manotazos ciegos porque no recuerda qué estaba defendiendo. Como Argos Panoptes, el gigante de cien ojos al que Hermes decapitó con una espada en forma de media luna, Occidente se ha librado a su propia descomposición, adormecido por la flauta de su sentimiento de culpa. El sentido crítico con respecto a su propia historia, inherente a la conciencia europea desde Grecia, se ha querido convertir en una enmienda a la totalidad de un legado sin el cual nuestras instituciones, desde los parlamentos a la judicatura y la universidad, no son más que engranajes burocráticos abandonados a su propio desprestigio, como la rueda girando en el vacío de Wittgenstein. 

En vísperas del mayo del 68, Alexandre Kojève –un personaje fascinante, imprescindible para entender de verdad el siglo XX– se encontró en Berlín con estudiantes revolucionarios que le preguntaron ansiosos qué debían hacer. Los jóvenes, por supuesto, esperaban alguna consigna relativa a la acción y el combate, pero el filósofo y alto funcionario les espetó: lernen sie Griechisch! Aprendan ustedes griego y vuelvan a preguntárselo todo, esa fue la orden. «Algo nació en Grecia y la última palabra ya se dijo», como le comentó Kojève a Gilles Lapouge en su entrevista póstuma. Hoy la exhortación del filósofo a los estudiantes berlineses tiene más sentido que nunca pero a la vez resuena como un grito en el vacío, puesto que la actual configuración de Occidente empieza a parecerse demasiado a la muerte de Grecia. El propio Kojève, al profetizar el fin de la historia, dijo que la sociedad del futuro estaría poblada por «estafadores ociosos» y «bellas jóvenes». La rebarbarización del mundo sería pues un regreso al crimen y la animalidad.

Un discípulo de Kojève, Allan Bloom, ya advirtió en los años ochenta del siglo pasado que el abandono de los grandes libros terminaría por imponer la tendencia cada vez más perceptible de que el aquí y el ahora son todo lo que tenemos. Si uno hace el esfuerzo de mirar con distancia lo que está ocurriendo en Occidente hoy en día, verá hasta qué punto vivimos un estallido espectral en el que países, medios de comunicación, religiones, ideologías o instituciones actúan en nombre de algo en que ya no creen porque se ha ido vaciando por dentro gracias a una general irresponsabilidad moral e intelectual. «El desierto crece, ay de aquel que albergue en sí desiertos», escribió Nietzsche en un verso que desde entonces no ha hecho más que confirmar su profecía. El nihilismo es ya la única doctrina de alcance universal que somos capaces de reconocer. Quizá por ello habría que emplearse a fondo en su estudio, para tratar de entender su origen y sus ramificaciones, sus distintas encarnaciones a lo largo de la historia y averiguar así qué somos todavía y cuál es el signo que de verdad nos representa. 

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