THE OBJECTIVE
Juan Marqués

La 'Historia de un taxi' de Concha Méndez

«’Historia de un taxi’ es en ese misterio y en esa noche y en esas sombras donde, de momento, sigue esperándonos la resolución final, la luz que lo complete»

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La ‘Historia de un taxi’ de Concha Méndez

La poetisa Concha Méndez. | Wikimedia Commons

«La gente dice que soy surrealista. Lo que me pasa es que nací en un mundo que me obligó a la evasión y de repente, como si fuera una protesta ante lo que estoy viviendo, como si me doliera algo, me pongo a hablar de cosas que llaman extravagantes…»

Quien habla es la poeta Concha Méndez (Madrid, 1898 – Ciudad de México, 1986), desplegando con detalles sus recuerdos y reflexiones ante el magnetofón o las libretas de su nieta, Paloma Ulacia Altolaguirre, quien con todas esas conversaciones levantó un libro en verdad precioso, valiosísimo, lleno de informaciones maravillosas. A falta de unas memorias escritas por Méndez, Ulacia tejió esas Memorias habladas, memorias armadas, donde su abuela hizo el esfuerzo sublime de tratar de comprender su propia vida, y lo hizo con tanta profundidad como sencillez, con sinceridad, con chispa y con alegría, aparte de dar informaciones muy sabrosas sobre aspectos relacionados con los poetas del 27. Al fin y al cabo, cuando en junio de 1932 se casó con Manuel Altolaguirre, las firmas de los testigos de la boda parecían, más que un acta matrimonial, toda una antología: Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Federico García Lorca, José Moreno Villa, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Francisco Iglesias y Carlos Morla Lynch.

Muchos de ellos publicaron libros en los sellos editoriales que, artesanalmente, fundaron Altolaguirre y Méndez («¿cuántos libros habrá dejado de escribir por editar los nuestros?», se preguntó Cernuda al morir Altolaguirre), o por lo menos poemas en las sucesivas revistas que iban abriendo. Lo dijo ella de un modo concluyente: «no hay mejor manera de leer poesía que dejando caer las letras, una a una, sobre la plancha». Y por cierto que, sin ser Méndez en absoluto criticona, ni rencorosa, ni malintencionada, sino todo lo contrario, pocos de los poetas o amigos salen muy bien parados: ni su exnovio Luis Buñuel; ni García Lorca, que dedicó a Altolaguirre y Méndez toda una sección de Poeta en Nueva York («Federico no elogiaba nunca a nadie»); ni por supuesto Cernuda, que murió en la casa de Méndez («era un hombre extrañísimo, sus reacciones me resultaban inexplicables»), o, previsiblemente, Alberti («se comportó con nosotros de manera desleal y muy desagradable, ya que un día se le ocurrió tomar los nombres de Aleixandre, Cernuda, Moreno Villa, el de Manolo y el mío para incluirnos en un manifiesto comunista para el cual necesitaba el apoyo de los escritores. Los tomó, poniéndonos en peligro, sin que ninguno de nosotros estuviera de acuerdo con la infiltración de la ideología comunista en España»)…

«La pequeña decepción de no poder leer el guion final ni ver la película queda ambiguamente compensado por el misterio de cómo podría ser exactamente»

Otro de los vips que hace un breve cameo en Memorias habladas, memorias armadas (pocas veces un libro tan bonito habrá tenido un título tan espantoso) es el insoslayable Ortega, con quien Méndez conversa una noche en el balcón de un hotel de San Sebastián: «Yo le decía que había empezado a escribir muy tarde; entonces, él me explicó que así como a los hombres el talento literario se les daba descubrirlo en la adolescencia, a las mujeres se les revelaba a partir de los treinta años…»

La teoría de Ortega es tan peregrina como tantas, tantísimas, de las suyas, pero lo cierto es que nos viene bien para advertir ahora que Concha Méndez cumplió los treinta en 1928, y que por tanto llegó a ese orteguiano umbral justo cuando acababa de poner en circulación Historia de un taxi, el breve guion cinematográfico que, en versión de «argumento» o de «sinopsis» publicó en 1927 en la revista Popular Film, y enseguida exento como folleto, sólo un año después de su debut editorial y poético, con el libro Inquietudes (1926), y sólo un año antes del segundo, Surtidor (1928), que supuso una pequeña confirmación.

Todo lo que yo sabía hasta ahora de esa Historia de un taxi procedía del análisis que Juan Pérez de Ayala entregó a James Valender para sus actas Una mujer moderna. Concha Méndez en su mundo (1898-1986). Más que un análisis, en realidad, es una contextualización, que es casi todo lo que se puede hacer ante una película que llegó a rodarse (la dirigió Carlos Emilio Nazarí), pero que no se estrenó y de la que no se ha encontrado copia alguna, y de un guióon que también se perdió, conservándose sólo dos versiones del argumento.

Lo que rodea a este proyecto viene, pues, coloreado de fatalidad, y sólo hace unos meses el asunto, a falta de posibles hallazgos futuros, ha desembocado en una audaz edición que de alguna forma reúne todo lo que se sabe sobre aquello, aporta materiales adicionales y, en fin, lleva a la Historia de un taxi a una dignidad editorial y filológica que podríamos considerar, digamos, definitiva de momento, pero que deseamos provisional, a falta de que algún día aparezcan en algún lugar ciertas páginas, ciertas bobinas…

La editorial que, con todo mérito, lo ha hecho posible es la granadina Cuadernos del Vigía, que ya rescató Surtidor en 2018. Miguel Ángel Arcas ha estado al cuidado de una edición asombrosa que da cuenta de una apuesta decidida: un texto de Roberta Previtera que sobre todo explica muy bien el interés de Méndez por el cine antes y después de este intento frustrado (Previtera utiliza bibliografía pero se ignora o se silencia el precedente de Pérez de Ayala aunque desde luego se conoce, pues se citan otros textos de las actas de Valender), más una presentación general de Iciar Bollaín y, como adorno final, un atractivo storyboard de Jesús Zurita que fantasea con talento sobre cómo pudo ser esa película (y que por tanto, curiosamente, se convierte en la principal nueva lectura de la obra que trae esta edición).

El argumento es muy de la época, y el tratamiento también: que la historia nos la cuente el taxi donde todo empezó es una osadía, por supuesto, pero cualquiera que ande remotamente familiarizado con el desarrollo de las vanguardias artísticas sabe que a la altura de 1927 ese tipo de recursos eran casi esperables, lo sorprendente es que no hubiera intento de sorpresa: lo importante es que, por lo que se intuye, Méndez supo hacerlo con habilidad. Mucho más revelador es que el hecho de que la comedia responda al género de los amoríos y los enredos, con epifanías y uniones finales que remiten directamente al teatro clásico, sí se vea sutilmente modernizado: es verdad que ya en comedias de Shakespeare, Lope de Vega o Ana Caro de Mallén los personajes se travisten muy a menudo para lograr sus objetivos, y que esos disfraces, a su vez, multiplican las confusiones y las intrigas, pero en esta obra de Méndez, a juzgar por los argumentos (y por su interpretación plausible), el atrevimiento es algo mayor, y probablemente no hay malentendido en todos los enamoramientos, sino, como apuntaba Pérez de Ayala, «un leve lesbianismo».

Concha Méndez, nos explica Roberta Previtera, era muy consciente de que el lenguaje cinematográfico tenía que ser autónomo del de la novela o incluso el del teatro, pero a la vez es obvio que sabía que la «manipulación» del público funciona igual, y cómo funciona el embelesamiento o la captación. Planteamiento de situaciones divertidas, desarrollo embrollado pero amable, desenlace feliz, pero más discreto y lánguido que los jolgoriosos follones con que terminaban tres siglos atrás, sobre las tablas, este tipo de invenciones.

La pequeña decepción de no poder leer el guion final ni ver la película queda ambiguamente compensado por el misterio, por la expectación, por la duda de cómo podría ser exactamente… En la versión breve del argumento la cosa termina en el «misterio de la noche» y en la más larga en las «sombras»… y mientras disfrutamos de esta edición, formalmente perfecta, de la Historia de un taxi, es en ese misterio y en esa noche y en esas sombras donde, de momento, sigue esperándonos la resolución final, la luz que lo complete.

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