Odiamos tanto el fascismo
«El partido de Puigdemont sigue siendo de derechas, sigue siendo nacionalista y sigue viendo a España como una rémora incivilizada y a medio hacer, genéticamente inferior»
El fascismo, habrá que recordarlo, es la mitología de los orígenes y de la tradición elevada a destino; un destino de salvación o engrandecimiento, que mantendrá alejado del corazón de la comunidad al extraño que contamina, al individuo disolvente que con sus ideas y valores amenaza la pureza del organismo social.
Eso es la sociedad para el fascista, un organismo vivo que se enferma o se adapta, que se debilita o se fortalece, y que por lo mismo demanda la armonía interna y la división de funciones. No se concibe, como en las democracias liberales, formada por individuos libres e impredecibles que pueden cooperar para buscar fines desligados de los del gobierno o el Estado, sino compuesta por gremios, sindicatos o corporaciones que deben alinearse detrás de los intereses de la patria.
El fascismo no sólo se nutre del miedo-odio al diferente, sino del resentimiento por humillaciones pasadas, reales o inventadas, que abren una herida destinada a no sanar. Esas heridas crean rivales eternos que no pueden dejar de serlo. La división del mundo en dos categoría antitéticas, nosotros y ellos, puros e impuros, amigos y enemigos, es fundamental para toda esta bazofia funcione.
«Si odiamos tanto el fascismo, deberíamos denunciarlo allí donde se manifiesta. No sólo en el tufillo nacionalista que expelen las políticas antiinmigración de Vox»
Por eso resulta tan extraño que para salvar a España de la ultraderecha y del fascismo, Pedro Sánchez haya decidido pactar con Bildu, un partido que aún se niega a condenar asesinatos cometidos en nombre de la sangre y la tierra, y con un líder golpista convencido de que Cataluña arrastra humillaciones centenarias que justifican acciones violentas y golpistas.
Si hoy en día hay partidos en España con elementos de la tradición fascista, esos son Bildu y Junts per Catalunya. El primero deriva de ETA, que al igual que los montoneros argentinos proviene de las juventudes católicas de la ultraderecha nacionalista. Para adquirir un semblante guerrillero e izquierdista le bastó con cambiar el engrandecimiento de la nación por la causa liberacionista. Su marco mental, sin embargo, siguió siendo netamente fascista: al español que contamina Euskadi se le puede matar. La mutación populista que ha tenido Bildu perpetúa la misma lógica, excepto por que ya no recurren a la violencia física: al español que contamina Euskadi se le puede anular simbólicamente.
Los fascismos en América Latina y en España tienen ese rasgo característico, pasan con enorme facilidad de la derecha a la izquierda cambiando un motivo odioso, la expansión, por uno noble, la lucha contra la opresión. Pero ese ni siquiera es el caso de Junts per Catalunya. El partido de Puigdemont sigue siendo de derechas, sigue siendo nacionalista y sigue viendo a España como una rémora incivilizada y a medio hacer, genéticamente inferior, que impide que Cataluña sea la Dinamarca del sur, una potencia económica, una nación de esplendor y grandeza.
De manera que no, a Sánchez el fascismo le importa un comino, por mucho que justifique levantar un muro y dividir la sociedad para salvar a España de Vox. Esto es una farsa populista, un triquiñuela más en la que incurren los líderes que abandonan el liberalismo y deciden hacer política salvaje. Empiezan dividiendo la sociedad en buenos y malos, amigos y enemigos, progresistas y fascistas, para justificar luego toda suerte de tropelías contra el Estado de derecho.
Si odiamos tanto el fascismo, deberíamos denunciarlo allí donde se manifiesta. No sólo en el tufillo nacionalista que expelen las políticas antiinmigración de Vox y su gusto por la mitología vernácula y la estetización de la política; también, y sobre todo, donde es más escandaloso y evidente. En Bildu y los muertos que dejó su parentela de ETA, y en Puigdemont y su intento de golpe nacionalista.
Si Sánchez, que carece de peso intelectual (se le ha señalado de plagiar su tesis doctoral), que tampoco es un gran líder y mucho menos un ejemplo moral, logra convencer a tantos de que el fascismo está solo en Vox o en el PP y no en los partidos a los que se ha entregado para seguir siendo presidente, quizás sea porque después de todo no odiamos tanto el fascismo. Odiamos al que piensa distinto. Y eso, dada su peligrosidad, sería mejor que nos lo hiciéramos ver.