Maldito régimen del 78
«Que ahora el principal enemigo del orden constitucional es el PSOE de Sánchez es indiscutible. Pero es la pésima cultura política lo que ha allanado el camino»
Cumplidos 45 años de la entrada en vigor de la Constitución Española, sus más devotos defensores tienden a considerar ese margen temporal como un periplo ininterrumpido de avance social y de progreso económico. Yo, sin embargo, soy menos complaciente. No creo que la Constitución nos haya proporcionado 45 años de dicha. De su haber descontaría unos cuantos años, exactamente los que van desde 2004 hasta el presente.
Ya se percibió entonces, aunque con la perspectiva del tiempo se ha hecho mucho más evidente, que la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero a La Moncloa supondría un punto de inflexión en el devenir no ya de la Constitución como Ley de leyes, sino en el espíritu que la sostenía. Fue con este infausto personaje que la concordia constitucionalista dio paso a la crispación, a esa tensión que él mismo reconoció a Iñaki Gabilondo que le convenía sin sospechar que su micrófono seguía abierto.
Con el trueque de la concordia por la crispación, empezó el desafío al espíritu constitucionalista que hoy, con Pedro Sánchez, ha alcanzado cotas inauditas y se ha hecho carne en la pretensión de abolir de facto la Constitución misma. Sobre esto último es importante matizar que lo que algunos califican como golpe de Estado no se ha consumado todavía. Estamos si acaso en el trance, en el discurrir de una intentona cuya conclusión no está nada clara.
Lo que Sánchez ha desencadenado, pro domo sua, es un enfrentamiento entre las instituciones del Estado del que puede salir mal parado. Y teniendo en cuenta que, por encima de cualquier característica, Sánchez es un timador nato, no es descartable que acabe tomando el pelo a todo el mundo, incluidos sus socios, si ve que le conviene.
«No existe constitución perfecta. Por eso, en otras latitudes, las enmiendas son bastante comunes»
Confío en que Sánchez acabará estrellándose. Demasiados frentes abiertos, demasiadas resistencias, demasiados enemigos incluso entre los íntimos. Muchos platos en el aire como para que a este impúdico malabarista no se le caiga alguno o, quién sabe, todos a un tiempo. Ya veremos. Lo que me interesa es cuestionar a quienes aprovechan la coyuntura para culpar a la Constitución de todos nuestros males.
Lo primero, no existe constitución perfecta. Por eso, en otras latitudes con una tradición democrática bastante asentada, las enmiendas constitucionales son bastante comunes. Lo segundo es que quienes plantean la crítica constitucional desde un punto de vista exclusivamente teórico, imponiendo la disyuntiva «o el régimen del 78 o España», puede que sean consumados evangelistas de la teoría pura de la república, pero parecen ser unos perfectos zoquetes en todo lo que va más allá de su Biblia.
El proceso histórico es muy relevante y los factores políticos y antropológicos de cada sociedad deben ser tenidos en cuenta. El ecosistema institucional de un país; es decir, su cultura general, sus costumbres y sus leyes y, claro está, el incumplimiento discrecional o no de éstas condicionan el éxito o el fracaso de un modelo político y, en consecuencia, la prosperidad de las sociedades. Así, no es casualidad que, al mismo tiempo que el deterioro institucional se hacía evidente, la economía empezara a desmoronarse.
Los institucionalistas contemplaron todos estos factores para formular la pregunta que un siglo después Daron Acemoglu y James A. Robinson trataron de responder en su exitoso libro Por qué fracasan los países (Deusto, 2012), aunque el mérito en realidad corresponde a Douglas Cecil North y otros investigadores, que en la década de los 70 plantearon la distinción entre reglas formales e informales; entre instituciones, organizaciones formales y organizaciones informales.
En definitiva, las constituciones funcionan o no funcionan no tanto por su diseño como por los hábitos y costumbres que imperan en las sociedades. Por eso, en Estados Unidos, el objetivo de la izquierda es cambiar la cultura estadounidense, para así poder derogar el orden constitucional vigente y remover determinados principios que suponen un freno a la imposición de su paraíso progresista.
«En ninguna parte la Carta Magna considera legítimo levantar muros para coartar el pluralismo político»
Pero no quiero aburrir con la abundante literatura que existe sobre este asunto. No es imprescindible conocerla para sospechar que lo que hoy sucede en España va más allá de las carencias o virtudes de la Constitución del 78. Por ejemplo, nuestra constitución sentencia que los partidos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Que su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Y que su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.
En ninguna parte la Carta Magna considera legítimo levantar muros, sean de progreso o de granito, para coartar el pluralismo político, tal y como propone el Partido Socialista liderado por Pedro Sánchez; mucho menos contempla que un partido pueda ofrecer la amnistía a los delincuentes de otros partidos a cambio de sus votos. La Constitución tampoco dice que los partidos políticos deban ser entidades herméticas donde el debate interno esté tácitamente prohibido y que los congresos se posterguen sine die, a conveniencia de sus cúpulas, como sucede en el Partido Popular. De hecho, la Constitución sentencia justo lo contrario sin ambigüedad alguna.
Otro botón de muestra de que esta pésima cultura no sólo es socialista es la insistencia del Partido Popular en afirmar que ha ganado las elecciones porque ha sido el partido más votado. Ocurre que el sistema que establece la Constitución es un sistema parlamentario. Esto significa que el gobierno se decide en función de la mayoría parlamentaria. Y el Partido Popular no ha logrado constituir esa mayoría. Luego, será el partido más votado, pero no ha ganado las elecciones. Las ha perdido.
¿Es culpa de la Constitución que los partidos sean tan refractarios a sus preceptos? Desde luego que no. El problema de fondo son los pésimos hábitos y costumbres, que en unos casos se manifiestan de forma descarnada y en otros más disimulada. Son los partidos los que gradualmente la han desvirtuado en favor de los intereses propios. Desgraciadamente, esta cultura también impregna a buena parte de la sociedad española.
«Nuestra Constitución es mejorable. Pero criticarla sin medida o sugerir derogarla es los más estúpido que se puede hacer»
Que ahora el principal enemigo del orden constitucional es el PSOE de Pedro Sánchez resulta indiscutible. Sólo sus cómplices o los que persiguen algún interés particular se atreven a negarlo. Sin embargo, es la pésima cultura política, y no la Constitución, lo que ha allanado el camino a quienes quieren llevarnos de regreso a una sociedad de castas, un régimen donde las leyes desaparezcan y se impongan los privilegios.
Decir que la Constitución es la madre de todos los desastres no sólo es un error propio de quienes reducen la ciencia política al libro gordo de Petete, también es de una inoportunidad cósmica que recuerda bastante a la de ciertos libertarios, cuando en 2017, en plena asonada secesionista, aprovecharon para teorizar sobre el derecho de autodeterminación, como si el gravísimo hecho de que unos políticos locales se situaran por encima de la constitución votada por la inmensa mayoría de españoles fuera un acontecimiento filosófico, y no lo que era realmente: violencia política.
Por supuesto, nuestra Constitución es mejorable. Pero criticarla sin medida o sugerir derogarla para iniciar un nuevo proceso constituyente es los más estúpido que se puede hacer en estos momentos. Porque, con todos sus defectos, esta Constitución imperfecta es lo único que, más allá de la propia nación española, se interpone entre nosotros y la tiranía.