La educación se derrumba
«La necesidad de convertir la educación en un producto, se ha exacerbado hasta convertirse en la gran enfermedad de nuestro tiempo»
Pues sí, la educación se derrumba y nosotros nos amodorramos. Veo el último informe PISA como Bergman y Bogart veían entrar a los nazis en París: desfilan las ruinas del futuro por el pasillo de nuestras casas sin que nadie con cierto poder de decisión política se atreva a mover un solo dedo. Hasta la Real Academia Española, la sempiterna RAE, que no pasa precisamente por ser una de las instituciones más ágiles y rápidas del mundo, ha puesto el grito en el cielo ante el descalabro de la competencia, en concreto, que a ellos más les afecta: la lingüística. En un informe recientemente publicado, hablan de «carencias objetivas en aspectos esenciales del uso del lenguaje y el conocimiento de la lengua materna». Este deterioro resulta más acuciante en las comunidades con lenguas cooficiales, donde el estamento señala que impartir una sola asignatura en español no es suficiente.
Pese a que el director, Santiago Muñoz Machado, asegura que no es un texto crítico contra nadie, lo cierto es que este informe, como tantos otros, es un torpedo a la línea de flotación de un régimen político que hace tiempo que le soltó la mano al sistema educativo. Un sistema que sólo concibe el éxito si el estudiante consigue labrarse no tanto un refugio moral y humanístico en torno a la educación, cuento un mero y simple puesto de trabajo, con salpicón las más noches, lentejas los viernes, nómina el día 25 y una hipoteca a cuarenta años. Hubo un tiempo en que la educación era otra cosa. Pienso en el padre de los profesores, en la cabeza visible de la enseñanza humanística: Miguel de Unamuno y Jugo. El vasco, que fue elegido académico de número en 1932, pero nunca llegó a tomar posesión de la plaza, siempre concibió la educación como una especie de islote sobre el cual observar el océano de ideas dogmáticas que terminó por arrasar todo en aquellas primeras décadas del siglo XX.
«El sistema actual sólo concibe el éxito si el estudiante consigue labrarse no tanto un refugio moral y humanístico en torno a la educación, cuento un mero y simple puesto de trabajo. Hubo un tiempo en que la educación era otra cosa»
Había sitio en ese islote para el famoso sujeto vivo, que duda, que es escéptico, que nunca está satisfecho, que persigue el conocimiento y la verdad con dedicación y sacrificio. Ya entonces, en aquel naciente siglo, Unamuno criticaba el exceso de, por decirlo con términos modernos, titulitis; frente al necesario y en algún punto contrario afán de humanismo, ciencia y conocimiento. Transcribo un párrafo de su texto De la enseñanza superior en España, de 1899: «El título no da ciencia, se repite; pero los padres quieren para sus hijos título y no ciencia. Con aquél se las busca uno mejor que no con ésta. El título no da ciencia, pero da privilegio, que es cosa más tangible que aquélla, o por lo menos, más convertible en algo que se toca».
Ha pasado un siglo, pero esa necesidad de convertir la educación en algo que se pueda tocar, en una posesión, en un producto, se ha exacerbado hasta convertirse en, probablemente, la gran enfermedad de nuestro tiempo. Era precisamente Unamuno quien defendía el sustantivo concreto hombre por encima de cualquier otro concepto. Pues, bien, si el humanismo comparte la misma raíz, es decir, si el humanismo lleva a ser humano en la radicalidad misma, ¿quién se preocupará por este sujeto cuando las humanidades caigan?