THE OBJECTIVE
Javier Benegas

El siniestro pilar de nuestro Estado

«Polarización no es la palabra más relevante de 2023, si acaso es una consecuencia a menudo interesada de la que de verdad nos domina: esa palabra es mentira»

Opinión
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El siniestro pilar de nuestro Estado

Ilustración de Alejandra Svriz.

Polarización ha sido elegida palabra del año 2023 por la FundéuRAE. El criterio para seleccionarla ha sido su presencia en los medios de información, no sondeos a pie de calle. Es mucho más accesible hacer prospección de contenidos oficialistas, casi todos de alguna manera digitalizados, que tomarle el pulso al mundo del común, con sus casi infinitas conversaciones analógicas. 

La selección de la palabra polarización como término del año es una proyección oficialista, por cuanto está limitada a una superestructura con sus propias reglas e intereses que no necesariamente se corresponde con una realidad mucho más amplia. De hecho, esa superestructura más que reflejar la realidad, la recrea y distorsiona en función de sus propios objetivos. 

Polarización puede ser la palabra dominante en ese entorno pero también puede ser un sucedáneo o una derivada de otro término que, de forma tácita o implícita, domina ambos mundos: el oficial y el real. Esa palabra, la que influye de manera determinante, la clave de bóveda de lo que sucede, es la palabra mentira. Y no sólo en lo que compete a 2023, aunque haya sido durante este año que ha alcanzado su máximo apogeo.

Seguramente, con la palabra mentira nos venga a la cabeza de forma casi automática un nombre propio, el de un personaje que calificaré como el mentiroso mayor del reino, para no citarle y evitar arruinar este texto. Un tipo que ha hecho de la mentira su mayor virtud, diría que su única virtud, hasta el punto de que todo lo que promete, dice y hace está ligado íntimamente a ella. Rizando el rizo, es capaz incluso de mentir sobre la mentira. Todo en él es mentira, excepto él mismo, en el sentido de que realmente existe, a pesar de que cada célula de su cuerpo, cada átomo de su materia trabaje por y para la mentira.

«La mentira alimenta el miedo, la desconfianza, el enfrentamiento y, claro está, la polarización»

Pero el imperio de la mentira es de tal magnitud que no se agota en un ser tan extraordinariamente dotado para proyectarla. Va mucho más allá. Si acaso, este personaje es una de sus más soberbias criaturas. La mentira que nos asuela trasciende los nombres propios. Está implícita en cada hecho, cada supuesto logro, cada circunstancia. Adopta mil y una formas y se manifiesta con mil y un eufemismos, con consecuencias demoledoras. Asoma en titulares y noticias que no se corresponden con la verdad de lo que acaece, en informaciones cuyas fuentes son falaces, en leyes que transforman en realidad jurídica lo que es falso, en conceptos estadísticos engañosos, en teorías académicas embusteras, en pronósticos intencionadamente erróneos, en pánicos morales sustentados en engaños, en infundios apocalípticos. La mentira alimenta el miedo, la desconfianza, el enfrentamiento y, claro está, la polarización; a nivel individual, justifica el robo, y colectivamente, a través del Estado, el expolio. 

La mentira se ha vuelto tan dominante que nuestro mundo difícilmente podría funcionar sin ella. Ha evolucionado de recurso político a lubricante esencial de los gobiernos para, finalmente, transformarse por ósmosis, en el propio ecosistema en el que hemos de desenvolvernos. La demostración de esta apoteosis es que cualquier atisbo de verdad provoca reacciones extraordinariamente virulentas, como si viviéramos dentro de un organismo enfermo saturado de anticuerpos que reacciona ante la verdad igual que ante una infección bacteriana. 

Así se explica que no ya los extremistas, sino los moderados, se dejen llevar por la histeria ante fenómenos como el de Javier Milei en Argentina, calificándolo como un autócrata que viene a desmantelar el Estado o, lo que es peor, a privatizarlo para que los ricos hagan negocios a costa del hambre de la población. Curiosamente, durante las décadas en las que Argentina se convertía en una colosal fábrica de pobres apenas levantaban la voz, a lo sumo echaban la culpa a un puñado de nombres propios, pero siempre cuidándose mucho de señalar a un Estado cuya ley de góndolas de los supermercados no es una anécdota rocambolesca sino la apoteosis del infierno en la tierra. Para ellos, que la mitad de los argentinos haya devenido en pobres y otra buena parte en pobres de solemnidad no es una emergencia. Lo alarmante es que haya quien se atreva a desafiar las políticas que provocaron este desastre humanitario.

«Lo importante es que para unos y otros la democracia debe limitarse a gestionar mejor o peor su mentira»

Ocurre que nuestros moderados son hijos de su tiempo. Una especie de conservadores posmodernos que ven en el cambio una amenaza y en el viejo Estado social, su salvación. Me refiero a ese Estado social que originalmente también llevaba el apellido Derecho, pero que fue tácitamente eliminado para poder aspirar a un bien mayor sin cortapisas. Algunos abominan del cambio porque ciertamente no podrían vivir sin parasitar a los demás, otros, sin embargo, creen con fervor religioso que en la naturaleza del Estado está hacer el bien y que en lo privado está el germen del mal, porque es lo que han asimilado en la escuela, consagrado en la universidad y metabolizado mediante la papilla mediática con la que han sido alimentados. Sean cuales sean sus motivos, lo importante es que para unos y otros la democracia debe limitarse a gestionar mejor o peor su mentira, nunca cuestionarla. 

Así, mientras los argentinos tratan de zafarse desesperadamente de la noche polar de helada oscuridad, que advertía Max Weber, los españoles nos sumergimos en ella dócilmente. Por eso polarización no es la palabra más relevante de 2023, si acaso es una consecuencia a menudo interesada de la palabra que de verdad nos domina: esa palabra es mentira. Parafraseando a Solzhenitsyn, la mentira se ha convertido no sólo en una categoría moral, sino en el pilar de nuestro Estado. Y convendría recordar que, con esta declaración, Solzhenitsyn se refirió en su día a un Estado que acabó por colapsar.

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