THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Un país de cobardes

«Vivir el periodo de libertad y paz más importante de la historia de España nos ha hecho olvidar que otros pagaron un alto precio para que lo disfrutáramos»

Opinión
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Un país de cobardes

Ilustración de Alejandra Svriz.

Durante la Segunda Guerra Mundial no era inhabitual que los jóvenes declarados no aptos para el reclutamiento por alguna deficiencia se sintieran profundamente deprimidos y llegaran incluso a quitarse la vida. Su exclusión para el cometido más elevado que la comunidad podía encomendarles, esto es su defensa, les resultaba insoportable. ¿Cómo podían sentirse dignos de una comunidad que los consideraba inútiles para la tarea más honrosa de todas?

En la actualidad, para muchos de nosotros, si no para la inmensa mayoría, llegar al extremo de quitarse la vida por no poder ir a la guerra es inconcebible. Una trágica y colosal estupidez. De hecho, los más probable es que en vez de intentar por todos los medios ser seleccionados para servir en el ejército, trataríamos de evitarlo recurriendo a cualquier subterfugio. Al fin y al cabo, la propia guerra nos parece inconcebible. Hemos crecido en un entorno libre de conflictos bélicos y disfrutado de uno de los periodos de paz más prolongados que ha conocido Europa. Y debemos felicitarnos por ello, por supuesto. 

Es lógico que el ardor guerrero se haya convertido en un vestigio del pasado y que contemplemos conflictos cercanos, como el de Ucrania, con estupefacción. Aunque sólo al principio. Porque una vez comprobamos que el problema no desborda nuestras fronteras y que podemos seguir con nuestra vida cotidiana como si nada, la guerra vuelve a ser una abstracción, un mal que nos es ajeno. 

En nuestras pacíficas sociedades, la salvaguarda de nuestro Estado de derecho y nuestra libertad, de nuestro estilo de vida, en suma, requiere sacrificios más modestos y, desde luego, incruentos. En el caso de un político, defender los principios en que se sustenta nuestra convivencia, como la igualdad ante la ley o la división de poderes puede suponer costes, como ser expulsado de las listas del Partido Socialista. Y en el de un periodista, por ejemplo, mantener la independencia de criterio y no servir sumisamente a alguna facción que pugna por su parte del pastel puede conllevar ser incluido en una lista negra de profesionales poco confiables, incluso privarle de los medios necesarios para subsistir. 

«Si nadie está dispuesto a defender las salvaguardas que garantizan la libertad, estaremos en serio riesgo de perderla»

Cualquiera de estos costes puede parecernos muy elevados, porque en nuestro pacífico mundo ciertamente lo son. Pero no se acercan ni de lejos a tener que arriesgar la vida. De hecho, son bastante asequibles en comparación con el peligro que conlleva evitarlos a toda costa por casi todo el mundo. Porque si nadie estará dispuesto a defender las salvaguardas que garantizan la libertad, estaremos en serio riesgo de perderla. 

Cuando la guerra era una forma habitual de resolver los conflictos, tuvo lugar una paradoja que llamaré para la ocasión la «paradoja del gen de la valentía». Teniendo en cuenta que durante siglos la violencia ha sido un recurso muy empleado por tribus, clanes, naciones y Estados europeos, lo lógico hubiera sido que, con tanta matanza, el gen de la valentía se hubiera extinguido con rapidez y que la guerra hubiera caído en desuso sin necesidad de mayores avances civilizatorios. Al fin y al cabo, si los sujetos más valientes son por definición los más dispuestos a arriesgar la vida, es lógico deducir que su índice de mortalidad será con diferencia mucho más elevado que en el resto. Lo que con el tiempo debería haber derivado en una selección natural donde el gen de la valentía despareciera en favor del de la cobardía. 

Sin embargo, no sucedió así. La valentía, el arrojo, la disposición a arriesgar la vida en defensa de la comunidad se mantuvo constante a lo largo de muchos siglos. Fueron, si acaso, los dos grandes conflictos mundiales del viejo siglo XX, con sus monstruosas matanzas a escala industrial lo que forzó un cambio de actitud generalizado respecto de la guerra. Pero hasta ese momento el gen de la valentía incomprensiblemente prevaleció. 

Ocurre que ese gen era contagioso, pero no biológicamente, sino mentalmente. La valentía, en sí misma, era un valor muy preciado para las comunidades, algo que se ensalzaba y transmitía de unas generaciones a otras; socialmente, mediante los héroes y sus mitos, y de forma íntima, en el seno de las familias. Inversamente, la cobardía era un estigma que llevaba aparejado la condena social y la exclusión, lo que resultaba disuasorio, en especial para los más jóvenes que son los que más necesitan sentirse necesarios.  

Es cierto que unos sujetos son más valientes que otros por genética. Y que esa distinción natural sólo se constata cuando llega la ocasión. Sujetos que a priori parecen más fuertes y valerosos pueden resultar pusilánimes y cobardes, mientras que otros mucho menos prometedores hacen alarde de un valor inesperado. Pero, en general, el valor, la valentía, la honorabilidad, son actitudes que se cultivan y proyectan más allá de la genética.

Afortunadamente, nuestras sociedades han evolucionado hasta un punto en el que la guerra y la violencia son considerados recursos anacrónicos, al menos en lo que respecta al interior de nuestras fronteras y a nuestra propia convivencia. Ya no tenemos que demostrar nuestro valor arriesgando la vida. Pero la valentía sigue siendo necesaria en una escala distinta. Ocurre que, lejos apreciarse, se ha devaluado. Si acaso, la demandamos hipócritamente en los demás. Pero a título personal tomar una decisión que suponga un coste perfectamente evitable lo consideramos un error, algo propio no de valientes sino de pringados. Incluso aleccionamos a nuestros hijos para que salgan adelante, si es preciso, a costa de su propia dignidad.

«Sería deseable que quienes ocupan posiciones relevantes se comportaran honorablemente, aun en su perjuicio»

Paradójicamente, al mismo tiempo exigimos que éste o aquél político, periodista, juez, funcionario o empresario demuestre su valor oponiéndose a decisiones, actitudes o imposiciones que juzgamos incompatibles con la salvaguarda de nuestra libertad, aunque los costes para ellos sean elevados. Por supuesto, sería deseable que quienes ocupan posiciones relevantes se comportaran honorablemente, aun en su perjuicio. Pero es difícil que lo hagan, no ya por los costes en sí, sino porque el valor que proyecta la propia sociedad es la cobardía. 

Las personas funcionamos en buena medida por expectativas. Esto significa que, antes de actuar, nos fijamos en lo que hacen los demás. Cabe, pues, preguntarse cuántos de los que denuncian la degradación de la política estarían dispuestos a flirtear con la indigencia por hacer lo correcto en su entorno particular; o cuántos ciudadanos anónimos que se llenan la boca con la palabra libertad estarían dispuestos, no ya a arriesgar la vida, ni siquiera a perder su empleo, sino simplemente a renunciar a determinadas comodidades por preservarla; o más asequible aún, cuántos sacrificarían una parte de lo que gastan en ocio para defenderla.

Posiblemente, haber tenido la suerte de nacer y vivir en el periodo de libertad, paz y prosperidad más importante de la historia de España y de Europa nos ha hecho olvidar que nada es gratis, que otros pagaron un alto precio para que lo disfrutáramos. O, en caso de tener memoria, hemos llegado al convencimiento de que ese precio se paga una sola vez y para siempre. Y que, a partir de ahí, la paz, la libertad y la prosperidad son derechos indiscutibles que no exigen nada de nosotros, que los merecemos por el simple hecho de nacer. Para todo lo demás descontamos que están las leyes, las constituciones, los modelos políticos, como si la democracia fuera una máquina automática que ha de funcionar y mantenerse por sí misma. Ahora estamos descubriendo que no es así, pero aún nos falta recorrer un camino de sufrimiento para entender que la valentía no es un anacronismo, sino una actitud deseable que debe proyectarse desde la sociedad, y que, como advirtió Emiliano Zapata, si eliges arrastrarte como un gusano, luego no grites cuanto te pisen.

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