THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Nunca conocí a mi bisabuelo

«El auténtico heroísmo se encarna en personas concretas que son fieles a su conciencia en contra del dictado de la tiranía»

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Nunca conocí a mi bisabuelo

Ilustración de Alejandra Svriz.

En algún capítulo de Mi Europa, su libro de memorias, el premio Nobel polaco Czesław Miłosz recordaba la figura de una monja anónima –nunca supo su nombre, nunca la volvió a ver– que le ayudó a escapar de los alemanes –¿o era de los soviéticos?– durante la II Guerra Mundial. No tengo el libro a mano y los detalles se pierden; pero no la impresión general, el milagro de la libertad en el momento más oscuro del siglo. ¿Qué fue de ella?, se preguntaba Miłosz, y nos lo preguntamos también nosotros cuando pensamos en las veces que una mano ignota nos ha rescatado de la muerte, del miedo o del fracaso a cambio de nada.

Jan Karski, en Historia de un Estado clandestino (Ed. Acantilado, 2011), narra historias similares de la Polonia ocupada: leñadores que se jugaban la vida por liberar a un preso, médicos y enfermeras que alargaban las estancias en el hospital para evitar la cárcel a los torturados, monjas que dejaban una ventana abierta para que pudiera huir un soldado de la resistencia o que pasaban mensajes bajo secreto de confesión. «Karski reveló a los grandes de este mundo lo que el mundo no quería saber», escribió en una ocasión Jorge Semprún; aunque también hizo lo contrario: nos mostró que el auténtico heroísmo se encarna en personas concretas que son fieles a su conciencia en contra del dictado de la tiranía. Sin embargo, ese heroísmo permanece oculto para la gran historia, latiendo sólo en la memoria de aquellos a quienes ayudaron.

«La humanidad renace con cada mano que salva, no con la que asesina»

En mi familia sueca se habla a veces de mi bisabuelo, Nils Einar Flink, llamado Einar. Durante los años de la II Guerra Mundial le habían destinado al norte del país, en Laponia, junto a la frontera con Noruega. Allí oía rumores acerca del terror, que llegaban con el viento ártico. No formaba parte de la resistencia –Suecia era un país neutral, aunque inclinado al colaboracionismo–, si bien el combate entre el bien y el mal no depende de estructura alguna. La pregunta sobre qué hacer y cómo actuar se dirige a cada de uno de nosotros cuando llega el momento. Un superviviente de la Shoah, Jean Améry, consideraba crucial la respuesta que demos a estas preguntas: ¿qué pensar ante la tortura? ¿Cómo seguir creyendo en el hombre después de la misma? La humanidad renace con cada mano que salva, no con la que asesina. Se diría que la humanidad no admite la indiferencia.

Nunca conocí a mi bisabuelo ni pude hablar con él. Sé que ayudó a muchos noruegos de la resistencia a cruzar la frontera y a huir de la persecución nazi. Ocultó a un espía británico, y a otro danés, aunque este último menos tiempo, en el granero de su casa en la montaña, cuando mormor –mi abuela– era una niña y miraba con asombro a aquel aristócrata inglés que sabía ruso y que terminaría, décadas más tarde, trabajando para la ONU en Nueva York y comprándose una isla en un lago sueco –no muy lejos de la casa de maderas rojas y blancas de mis bisabuelos–, como en un sueño de mi admirada Tove Jansson. Nunca conocí a mi bisabuelo, pero de niño lo admiraba y sigo haciéndolo; quizás ahora incluso más. Debió de ser un hombre valiente, que actuó como un ángel en la noche de la historia. La misión de los ángeles es la de intervenir y luego desaparecer. Así lo hizo él y así lo han hecho tantos otros a lo largo de los siglos. Sus nombres permanecen sellados en los labios de Dios. En sus tumbas crecen la hierba y las flores. Todos les debemos una vida mejor. Fueron ellos quienes preservaron la luz de la humanidad.

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