Cada día busco a Bellingham
«Veré desaparecer el optimismo de este jugador, ese que se tiene a edades tempranas, cuando uno se hace consciente de que ha recibido algunos dones»
Aunque teóricamente no le doy mucha importancia al fútbol, la verdad es que con mucha frecuencia, después de leer en la pantalla del ordenador las noticias de política nacional e internacional, que son deprimentes -como es natural, ya que las noticias suelen ser, por definición, malas noticias-, busco, a modo de consuelo o de estimulante, a ver si se publica algo nuevo, cualquier cosa, sobre Jude Bellingham.
Ese joven jugador del Real Madrid me tiene fascinado, como a tantos. Ver repetido en la pantalla, una vez más, alguno de sus goles, o su característica celebración de los mismos con los brazos en cruz de cara al público y asintiendo con la cabeza (como diciendo «sí, esto es lo que hay, sí, esto es de verdad, sí, vamos a ganar siempre»), o cómo se desmarca para ofrecerse al pase del compañero, o leerle alguna frase que ha dicho aquí o allá, o los elogios que le tributan su entrenador y sus compañeros de equipo, que también están fascinados con él, o incluso mirar los goles de su hermano menor, que juega en Gran Bretaña de forma parecida aunque aún no ha cuajado del todo, me anima un poco y a renglón seguido ya puedo volver a las tareas y rutinas del día.
Voy a intentar desengancharme de esta obsesión tontorrona. ¿Por qué, cuando yo vivía en Barcelona, nunca se me ocurrió buscar a Messi, que probablemente era más genial y sobre el que además se generó un culto efervescente? Además de que Messi había crecido en mi misma ciudad, y provenía de Argentina, un país que sentimos tan cercano por tantos motivos. Pero yo no me recreaba en sus incesantes goles, en sus hazañas.
Quizá porque era un jugador bajito, iba tatuado, se dejaba una barba rojiza y rala, era de carácter más bien ensimismado y lacónico, y había en su excelencia algo funcionarial, maquinal. O así lo veía yo. Cuando metía uno de sus goles imposibles, me parecía percibir en su celebración no tanto alegría como la satisfacción de un rencor, el cumplimiento de una venganza.
Bellingham en cambio tiene planta, es elegante y es alegre. Estos atributos no son tan comunes. Como sólo tiene 20 años, en principio se diría que seguirá haciendo diabluras sobre el césped durante mucho tiempo, proporcionando satisfacción a su hinchada y frustración a los adversarios. Pero me temo que el motivo por el que me he enganchado a él tiene que ver precisamente con esto:
La alegría en la vida no suele durar, y estoy seguro de que veré desaparecer el optimismo de este jugador, ese enternecedor y desvalido optimismo que sólo se tiene a edades tempranas, cuando uno se hace consciente de que ha recibido algunos dones, algunas raras habilidades, y empieza a desplegarlas.
Busco a Bellingham porque, por más que parezca tocado por la gracia, tengo el presagio de que algo va a pasar con él: sí, acaso meterá cientos de prodigiosos goles más, reiterando en cada uno de ellos su condición excepcional; pero también es posible que vaya decayendo según los adversarios le tomen la medida o según pierda esa energía explosiva que ahora le anima; o como a tantos otros el cuerpo le dirá «basta» y se romperá; o algún defensa le lesionará para acabar de una vez con tan ofensiva alegría y desenvoltura. Sea lo que sea, gloria o tragedia, si no me pasa una desgracia antes, yo seré espectador. Eso es un vínculo.
A no ser, claro, que logre desengancharme de una adicción tan nueva y tan bizarra y lo que le pase a ese chico deje de importarme.
De hecho, esto último es posible, y hasta ya empiezo a sentir que gracias a la magia negra de la escritura, que lo aleja y lo pone en perspectiva todo, ahora mismo me estoy empezando a curar de Bellingham y de sus elegantes carreras sobre el césped, de sus imaginativos driblajes; que, línea a línea, esta adicción está perdiendo su presa sobre mí.