THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Crímenes que salen mal

«Existe un nuevo subgénero narrativo que ha nacido gracias a la abundancia de cámaras que vigilan lo que pasa en los garajes, en las tiendas, en las calles»

Opinión
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Crímenes que salen mal

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¿No te fascinan esas líneas o cuentas en Twitter que se llaman Thieves Getting fucked o sea «ladrones jodidos», y «Crímenes que salen mal»? Constituyen un nuevo género o subgénero narrativo que ha nacido gracias a la superabundancia de cámaras que vigilan lo que pasa en los garajes, en los colmados y supermercados, en las entradas a las casas, en los cajeros automáticos, en las calles. No es preciso que se disponga también de «pista de audio», o sea de sonido ambiente. Se entiende todo a la primera, es muy simple.

Los casos más vulgares y pedestres son los del matón de instituto que reta a los puños a otro que parece más débil, le va dando empellones, le afea su cobardía, pero el flojo no quiere, no quiere pelear, hasta que el matón le da un cachete, como última humillación antes de quizá dejarlo en paz, pero eso es precisamente lo que desborda la paciencia del chaval, que se revuelve airado y le da de trompazos al abusador hasta dejarlo maltrecho. Suele haber un coro de condiscípulos imbéciles celebrando la violencia. 

Pero éste es el género menor, como hemos dicho. Lo más habitual, en el subgénero «Crímenes que salen mal», es ver a un atracador que irrumpe en una tienda y a punta de pistola exige al dependiente que le llene una bolsa con los artículos que venda, pueden ser teléfonos móviles o cartones de cigarrillos, o bien la recaudación del día. El atracador, demasiado seguro de la superioridad que el arma le confiere, desvía un momento la mirada, y entonces el indefenso dependiente aprovecha el descuido para sacar una pistola que tenía hábilmente oculta y le vacía el cargador en el cuerpo. No estaba tan indefenso.

En una variante muy común, que suele tener lugar en alguna calle nocturna suramericana, se ve a un solitario viandante que camina por una calle apartada, seguramente de vuelta a casa después de una dura jornada laboral. Desde el fondo de la calle se acerca una moto, cargada con dos muchachos, que se detiene junto a él. En aquellos pagos todo el mundo sabe lo que esto significa: que te van a sacar lo que tengas. Pero en estos casos resulta que la víctima supuestamente indefensa y en inferioridad numérica es un policía fuera de servicio que con veloz reflejo saca su pistola del bolsillo trasero y tumba a los maleantes. 

«¿Cómo no mirar el paso instantáneo del abuso de poder a la condición de víctima, de la vida a la muerte, la terrible lección?»

Tengo observado que en estos casos no hay piedad que valga. El que tumba al atracador ha sido educado para no conformarse con pegarle sólo un tiro, aunque el otro esté ya fuera de combate y yazga encogido en el suelo, o aunque, aterrorizado por una respuesta con la que no contaba, intente salir por piernas: como por si acaso, no vaya a ser que en el último momento se revuelva y responda al fuego, el agredido vacía el cargador en el atracador. Y estos vídeos, estos «crímenes que salen mal» acaban con éste tumbado en el suelo. Es la apoteosis de la sordidez.

Me he convertido en un voyeur de la muerte de unos delincuentes desdichados que querían robar una moto o atracar a lo que parecía una mamá que ha ido a recoger a su hijo a la puerta del colegio –y resulta que la mamá cargaba fierro- o quedarse con las carteras de los clientes de una cafetería –y uno de los clientes también iba armado— a manos de otros desdichados. Uno ve estas filmaciones de dos minutos y quiere pensar, como los comentaristas anónimos, «¡Justicia! ¡Se lo ha ganado a pulso! ¡Una escoria menos!», pero lo que siente es que se le avinagra el alma.  

Has perdido unas horas de tu precioso tiempo viendo lo que acaso no deberías haber visto. Pero ¿cómo no mirar, si es el mayor espectáculo pornográfico del mundo, el paso instantáneo del abuso de poder a la condición de víctima, de la vida a la muerte, la terrible lección? Te viene a la memoria aquella canción de Al Stewart, The year of the cat que durante algunos años se oía por todas partes: You go strolling through the crowd like Peter Lorre/ Contemplating a crime. «Andas entre la gente como Peter Lorre contemplando un crimen». Sí, como Peter Lorre, aquel actor secundario de los ojos saltones, atónitos, incrédulos, que sabía muy bien que no llegaría tampoco él vivo al final de las películas de Bogart. 

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