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José María Albert de Paco

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«El cine nos había mostrado a los indios muriendo a puñados. Martin Scorsese, al particularizarlos, les da algo parecido a una digna sepultura»

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Cartel de la película 'Los asesinos de la luna', de Martin Scorsese. | Wikimedia Commons

Un libro. V13, de Emmanuel Carrère. Carrère en el juicio a los catorce acusados de los atentados yihadistas que el 13 de noviembre de 2015 masacraron en París a 130 personas e hirieron a otras 400. La respetuosa, casi temerosa, aproximación a las víctimas; el cauteloso escrutinio de los inculpados; el peso de las palabras; los dictámenes críticos respecto a la labor de los letrados; la implacable, inexorable jerarquización de los relatos de los testigos, susceptibles, como cualquier historia, de resultar más o menos sugestivos; el hastío que, con el pasar de los días (un hastío parecido al del juicio del 1-0), terminan por suscitar los hechos, o tal vez su regurgitación. Un cronista disuelto en el proceso, con sus prejuicios a la intemperie, convirtiendo el avance del Estado de derecho en una superproducción.

Una antológica. Cossos, ciutats, interiors, de Oscar Tusquets, en Volart. Figurativismo sin pamplinas al servicio de escenas dramáticas, exquisitamente vulgares, de diumenge al vespre i dilluns al matí. Escenas, sí; en ellas se presume el rastro de una vida exuberante, una envidiable peripecia en la que parecen haber primado la búsqueda de la belleza y aun su hallazgo inopinado. Y acaso la convicción de que es posible recrearla a partir de una fregona, una meada, un cáncer o el calmo anhelo de vicio con que el pintor electriza a sus amantes; las que lo han sido y las que sólo lo parecen (lo que es un mérito artístico de primer orden). La tensión -sólo aparente- entre Barcelona y Benidorm. Y las antenas de televisión de los tejados de Gracia, ese trazo luminoso. Com ho haurà fet, se preguntaba Laura.

Una serie. El último artefacto socialista, de Dalibor Matanić, basada en la novela de Robert Perišić No-Signal Area. Dos antihéroes de vislumbre quijotesca llegan desde Zagreb a Nuštin, un pueblo crepuscular de la antigua ex Yugoslavia, un borrón ceniciento donde sus habitantes deambulan como zombis, rumiando y escupiendo el recuerdo de los días en que la fábrica de turbinas era el latido del mundo. Nuestro dúo, Oleg y Nikola, pretenden reflotarla sin sospechar que con ella pondrán en marcha toda una operación de salvamento moral. Ese no man’s land esconde la promesa de un sueño y los sueños pertenecen a quienes los trabajan. Desde que tengo uso de razón quise ser reseñista.

«Desde que tengo uso de razón quise ser reseñista»

Un podcast. Las Hijas de Felipe, de las sapientísimas repipis Ana Garriga y Carmen Urbita, en el que ambas conversan con primor (enhebrando oraciones de relativo de lo más sensual) sobre gossips conventuales del barroco. Me fascina cómo a partir de un detalle prosaico (y deliciosamente artificioso, pues se trata de una «charla» guionizada) evocan cuanto tiene de familiar el mundo de Felipe II. «¿Qué has comido hoy, Ana?», y, cual si fuera un conjuro, Teresa la Santa se hace carne.

Un artículo. «Variaciones sumamente técnicas de lo indistinguible», de Arcadi Espada. Arcadi en Ciudad Badía, extrarradio barcelonés. El motivo de la visita es una historia de inmigrantes que pisaron en falso, a la que pone voz el actor Rafa Sánchez. Contra Catalunya es un libro tan decisivo que sigue rindiendo capítulos. «A partir del texto de David Martínez, Rafa cuenta su vida desde el presente, que es como se puede y como se debe. El presente es un padre de 90 años, con la cabeza ya perdida, y una madre de algo menos, que ve y oye muy poco. Los dos llegaron a Cataluña desde Córdoba, se metieron primero en una chabola del Carmelo, luego estrenaron un pisito en Ciudad Badía y ahora van a morir en Benicarló, adonde se fueron ya viejecitos buscando el calor. En el auditorio, a rebosar, hay un ambiente muy cargado, porque todos han venido a verse a sí mismos. Está la madre, además. Al final, cuando Rafa empiece a saludar entre la apoteosis, la madre se levantará y hará como un intento imposible de subirse al escenario, simbolizando lo que aquí acaba de pasar: una confusión intensa y extraordinaria, realmente extraordinaria, entre el teatro y la vida. Por suerte, y como desde que se apagan las luces y suena Toda una vida en la voz de Machín ya se me saltan las lágrimas, la obra discurre toda llorada, con fluida placidez, sin el molesto arrebato del sollozo».

Una obra teatral. París 1940, de Josep Maria Flotats, a partir de las notas de Louis Jouvet sobre el oficio de actor, en el Teatro Español. Flotats venía afilando el montaje desde al menos 1989, año en que terminó por aparcarlo sine die ante la imposibilidad de alternarlo con Lorenzaccio El misantrop, las dos obras que entonces tenía en cartel. El estreno, con el título de Tot assajant Dom Joan, llegaría en 1993, y la primera versión en castellano diez años después, al filo del Fórum de las Culturas. Hace unos meses, cumplidos los 83, la repuso en Madrid. Hechas las cuentas, Flotats lleva alrededor de 40 años despojando el texto de gorgoritos y petulancias. Y es probable que el adelgazamiento siga sin parecerle suficiente, que aún porfíe en la búsqueda de una inflexión novedosa.

Una película. Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese. Como es costumbre en Scorsese, las convenciones morales de la época se muestran sin paliativos, en toda su crudeza, como corresponde a una mirada necesariamente estupefacta ante el racismo sistémico, el nulo valor de la vida humana y, sobre todo, la anemia legal en la que prosperan los Liberty Valance del lugar, menos toscos que el original pero igual de bárbaros. Si en el clásico de Ford el villano se enseñorea de Shinbone hasta que le salen al paso un abogado, un periodista (nos solemos olvidar del periodista) y un pistolero con agallas, en Los asesinos… es un incipiente FBI quien encarna el advenimiento del Estado. La sucesión de crímenes llega a un paroxismo insoportable, y es natural que así sea. El cine nos había mostrado a los indios muriendo a puñados, blancos móviles que se quedaban prendidos de un estribo de la montura o rendían un último servicio al espectáculo derribando al caballo con ellos. Martin Scorsese, al particularizarlos, les da algo parecido a una digna sepultura.

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