El pasado es un país extranjero
«La tecnología nuclear es la única capaz de cubrir actualmente las limitaciones y los probables déficits que las energías solar y eólica afrontarán en el futuro»
The past is a foreign country (el pasado es un país extranjero). Así titulaba David Lowental su famoso libro en el que exploraba cómo las sociedades occidentales tratan e interpretan su pasado; cómo, a pesar de la gran cantidad de información que tenemos de él, no somos capaces de llegar a entenderlo bien porque lo interpretamos a través de los prismas de nuestro tiempo. Lowental tomó prestada esta frase, más bien metáfora, del escritor L.P. Hartley, que la completaba de esta manera: «Allí [en el pasado] hacen las cosas de otra manera».
Esa sensación ha acompañado al que suscribe al leer el librito de Isaac Asimov Worlds within Worlds, publicado en 1972, en el que cuenta con fruición toda la cadena de hallazgos científicos que llevaron al descubrimiento de la energía atómica el siglo pasado: empezando antes del descubrimiento del núcleo atómico por Lord Rutherford en 1911, y terminando en los años sesenta, casi 30 años después de que el italiano Fermi y el húngaro Szilard empezaran a vislumbrar la reacción en cadena que resultaría de bombardear átomos de uranio 235 con neutrones. Se maravilla el lector con la sucesión de descubrimientos, la implicación de tantos científicos de primer orden que, como si de una carrera de relevos se tratara, fueron dando cuerpo, los unos tras los otros, a hombros de gigantes como dijera Newton, a toda la teoría atómica.
No nos sorprenderán entonces las palabras de Asimov que se citan al principio del libro: «Nada en la historia de la Humanidad nos ha abierto los ojos de igual modo a las posibilidades de la ciencia como la energía atómica […] parecería no haber límites sobre lo que se presentaba ante nuestros ojos: energía inagotable, nuevos mundos, el conocimiento cada vez más amplio del universo». No sorprenderá tampoco la figura central que la energía nuclear juega en su famosa trilogía La Fundación, una de las cumbres de la literatura de ciencia ficción, publicada en los años cincuenta. En ella, la civilización más avanzada de la galaxia es la que ha desarrollado la física atómica hasta límites increíbles: es la escena en la que Hober Mallow sostiene en la palma de su mano un (micro) reactor nuclear para el asombro de sus clientes galácticos que desconocen la tecnología atómica. El dominio de la energía nuclear era para Asimov la piedra angular de la civilización y del progreso.
También en el entorno de aquellos años, en 1964, el astrónomo soviético Nikolai Kardashev propuso una escala con la que medir el grado de avance de cualquier civilización, terrestre o extraterrestre, según el dominio que ejerciera sobre la energía de su planeta, de su estrella o de su galaxia. Si la energía que alimenta el sol es la fusión nuclear, y la de la Vía Láctea la de sus 100.000 millones de estrellas más la gravitacional de su agujero negro central ¿cuáles son las energías de la Tierra? La energía cinética del viento que mueve un aerogenerador; la gravitatoria que empuja torrentes de agua a través de una turbina; la energía química de la combustión de materia orgánica y de combustibles fósiles; química también la reacción del fotón de luz solar que excita un electrón en la placa fotovoltaica; y la energía de la fisión (división) nuclear de los átomos de uranio o de plutonio.
La fisión de un gramo de uranio produce la misma energía que la combustión de tres toneladas de carbón – eso es 300.000 veces más potente. La fusión (unión) de los núcleos de hidrógeno, que es la fuente de energía del sol, es 15 veces más potente que la fisión de los núcleos de uranio. Ya que terminamos con el mundo subatómico, es bueno traer a colación que 20 años más tarde el famoso astrofísico inglés John D. Barrow proponía su famosa escala, complementaria a la de Kardashev, que medía el avance de las civilizaciones en función de su maestría en dominar las estructuras subatómicas del universo.
«Hoy estamos en que de aquí al 2050 vamos a cubrir la superficie de los mares con decenas de miles de molinos gigantes»
Han pasado apenas 60 años desde la escala de Kardashev y efectivamente todo esto suena muy extraño, tan extraño que parecería no haber traspasado las fronteras de la ciencia ficción. Entonces uno se da cuenta de lo eficaz que es la metáfora de que el pasado es un país extranjero, porque pensándolo bien ¿en qué se parece el mundo de mediados del siglo XX al mundo de hoy? Hoy estamos en que para el año 2050 consumiremos un 20% menos energía que en 2020- a pesar de que para entonces seremos 2.000 millones de almas más y el doble de ricos que hoy. ¿Dónde se nos quedó la energía inagotable? Hoy estamos también en que de aquí al 2050 vamos a cubrir la superficie de los mares con decenas de miles de molinos gigantes para recoger la energía cinética del viento: bellísimos monstruos marinos que sobrevuelan más de 200 metros entre fuste y palas, y que están anclados sobre plataformas flotantes del tamaño de un campo de fútbol. ¿Qué fue de la energía de nuestra estrella y del dominio de lo subatómico?
Estas dos pinceladas sobre cómo piensa afrontar la sociedad de hoy el reto energético que supone el cambio climático son dos de las tres estrategias clave que recoge el informe Net Zero by 2050 de la Agencia Internacional de la Energía (IEA por sus siglas en inglés). Este informe, que se publicó hace poco más de dos años, se ha convertido en su corta vida en el prescriptor por antonomasia de las políticas y tecnologías para acabar con las emisiones de carbono en el mundo entero. Su éxito más notable ha sido en la reciente COP28 de Dubái, en la que los consensos más importantes sobre energías renovables y eficiencia energética han salido del propio informe.
A la vista de lo anterior uno se podría preguntar, a la manera de Jorge Manrique, ¿qué se hizo de Asimov? Los Kardashev y los Barrow, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán? ¿Qué fue de tanta invención como trajeron? Sorprende ver cómo en los últimos 40 años hemos tirado por la borda mucho de ese horizonte que se presentaba tan prometedor. Una buena muestra de ello es que el informe de la IEA relega a la energía nuclear a un papel muy secundario en las próximas décadas: de toda la electricidad limpia que irá sustituyendo a los combustibles fósiles, las renovables aportarán más del 90% en 2050, mientras que la energía nuclear apenas resolverá un 5%.
«El acuerdo de 22 países en la COP28 (España ausente) de multiplicar por tres la potencia nuclear al 2050 es un comienzo»
Si no se diera la ilusoria reducción del 20% del consumo que prevé la Agencia para 2050 -porque las sociedades ricas y más pobladas tienden a consumir más y no menos–, sino que la demanda creciera al menos con la población, la energía nuclear podría atender esa mayor demanda, igualando su contribución a la de las energías renovables y manteniendo el objetivo de emisiones cero. Igualmente, si el despliegue mayúsculo previsto para las energías solar y eólica se enfrentara al futuro con limitaciones físicas por la mucha superficie que ocupan, la energía nuclear podría cubrir ese déficit de oferta. No existe hoy ninguna otra tecnología capaz de cubrir esos probables déficits: la captura de carbono difícilmente podrá alcanzar esos tamaños, la fusión nuclear no parece que llegará a tiempo, y la IEA no guarda ningún conejo en su chistera.
Pero para ello los gobiernos y las empresas del sector tienen que aumentar y sostener sus apuestas en I+D+I y en incentivos para crear una industria nuclear que sea fiable en costes y escalable y replicable en tiempo. Hoy no cumple ninguno de los dos requisitos. La mal bautizada ley de Reducción de la Inflación de Biden (I.R.A. por sus siglas en inglés) va tímidamente por ese camino. La financiación de la central nuclear inglesa de Sizewell C, según una regulación acordada con el Gobierno británico, es otro avance importante. El acuerdo de 22 países en la COP28 (España ausente) de multiplicar por tres la potencia nuclear al 2050 es un comienzo. Si seguimos por esta senda, podremos recuperar la visión de Isaac Asimov y reclamar de nuevo el ideal de progreso y civilización que subyace tras las escalas de Kardashev y Barrow. Entonces, dentro de 25 o 30 años, podremos mirar hacia atrás a estos últimos 40 años a caballo entre dos siglos y decir con complacencia «el pasado es un país extranjero».