Blasco Ibáñez y la naranja de la suerte
«Desde Cervantes, ningún autor español logró ser tan conocido extramuros de su patria. Sobra decir que los propios españoles hemos sido los primeros en olvidarlo»
Cae una naranja del árbol y, en vez de estrellarse contra el suelo asfaltado por tramos, obedeciendo a la ley de la gravedad y a la ley de la costumbre, en vez de caer a plomo trazando una línea recta y deteniéndose, espachurrada, a su término, decide ponerse a rodar juguetona y así, rodando y rodando, contraviniendo las convenciones sociales y el más mínimo sentido común, emprende con insolencia su camino, salvando las farolas, sorteando a lo vagabundos, caracoleando sobre los adoquines, rodeando a los limpiabotas y regateando a los viandantes, algunos perplejos y otros demasiado dormidos o demasiados atareados o demasiado ociosos para enterarse del milagro, hasta desembocar en un regato cubierto de agua sucia y chapotear con sonidos enfáticos. Y a flor de agua se queda finalmente la naranja, no sabe muy bien si flotando o si sumergida, pero consciente de haber llegado al fin de su aventura.
Entonces un niño se acerca a la acequia y, sin importarle el color nebloso del agua ni el hedor que esta desprende, agarra la naranja con determinación. La mira, la seca, la vuelve a mirar, y decide que esta naranja misteriosa, errática solo en lo aparente pero en realidad movida por una clara voluntad, es una señal de buena suerte, un presagio de sus éxitos por venir, una confirmación de sus fantasías infantiles, atizadas por los folletines que devora, que lo hacen verse en el futuro como un hombre de acción. Se dice que, con el correr de los años, será un temido revolucionario, un duelista bravío y un peligroso agitador, y al mismo tiempo un político respetado y popular y, por qué no, el escritor más exitoso de España. Acierta en todo.
El niño, que cuenta con seis años y responde al nombre de Vicente Blasco Ibáñez, va hacia su casa con la naranja de la suerte en el bolsillo. Y, para su sorpresa, no le espera la manzana populosa de siempre, llena de comercios minúsculos apretujados uno contra otro -la droguería junto a la chocolatería, la taberna junto a la tienda de pañuelos-, sino un hormiguero ansioso y febricitante, como si la calle sufriese calentura. Apenas puede oír los gritos de la madre, que le pregunta con cara de horror dónde ha estado, por el ruido que arman las pisadas de dos centenares de insurrectos, que avanzan con gorro militar, fusil al hombro y loas a la República.
Cuando el patriarca de los Blasco decide evacuar a la familia a la cercana Aldaya, donde un conocido tiene una casa enorme, el pequeño Vicente ya sabe lo que va a suceder. Tiene grabada en la mente la imagen de los «pájaros de fuego» que caían sobre Valencia aquella noche de 1869, esto es, las granadas que asolaron la ciudad en el peor bombardeo de su historia. Vicente tenía poco más de dos años y medio: para su desgracia, la edad en la que, según los expertos, comienzan a almacenarse los primeros recuerdos.
La de Blasco Ibáñez fue una vida explosiva. Incitó revueltas, puso en apuros a Alfonso XIII y al dictador Primo de Rivera y pisó la carcel más veces de más que podía recordar. Sufrió la pobreza, tejió conspiraciones e incubó esa mezcla de idealismo republicano y odio anticlerical que vino en llamarse blasquismo. Marchó a Argentina como colono, con el furor de todo un Fitzcarraldo, y la empresa acabó como el rosario de la aurora, dejándolo desplumado. Se batió en duelo unas cuantas ocasiones: la última, con un teniente de la guardia civil que, para colmo, era especialmente hábil con la pistola; que Blasco olvidara quitarse el cinturón, incumpliendo una regla básica del duelo, permitió que la hebilla detuviese la bala.
«La de Blasco Ibáñez fue una vida explosiva. Incitó revueltas, puso en apuros a Alfonso XIII y al dictador Primo de Rivera y pisó la carcel más veces de más que podía recordar. Sufrió la pobreza, tejió conspiraciones e incubó esa mezcla de idealismo republicano y odio anticlerical que vino en llamarse blasquismo»
En las novelas de Wodehouse, Bertie Wooster hace referencia a las novelas de «Vicente Blasco nosequé», como ejemplo de autor masivo que conoce todo el mundo. Los cuatro jinetes del Apocalipsis se convirtió en el libro más vendido de la historia de Estados Unidos después de La cabaña del tío Tom. Rodolfo Valentino interpretó al torero protagonista de Sangre y arena en una película de enorme éxito. Algo del encanto blasquista permanecía siete décadas después, cuando Sharon Stone protagonizó su remake. Al verlo en un cine de Tokio, el joven Atsuhiro Shimoyama decidió viajar a España y convertirse en «El Niño del Sol Naciente».
Blasco Ibáñez murió un 28 de enero tal como hoy (y nació un 29 de enero tal como mañana). Desde Cervantes, ningún autor español logró ser tan conocido extramuros de su patria. Sobra decir que los propios españoles, siempre obstinados en no llegar tarde a las cosas, hemos sido los primeros en olvidarlo.
¡Cómo rabiaban sus compañeros de generación! Pérez de Ayala despachaba su éxito aduciendo que se debía a una mera adecuación a los gustos cambiantes del público. Ortega rechazaba el naturalismo de sus primeras novelas, aduciendo que «se veía demasiado». Aún elogiando su energía, los académicos criticaban su descuido estilístico: ¿acaso la política -insinuaban- le deja poco tiempo para escribir?
Para darles en los morros, Blasco se paseaba en Cadillac y presumía de los mil quinientos dólares que el Chicago Tribune le pagaba por una historia corta, mientras ellos recibían dos duros, en el mejor de los casos, por sus piezas en prensa. Otros señalaban que fuera un escritor tan «poco castellano», a lo que Blasco se limitaba a contestar con una pregunta: si ocho millones de personas compraban la Cosmopolitan para leer sus cuentos, ¿cuántos los leían a ellos?
En la cima de su éxito, Blasco adquirió una villa en la Riviera francesa que convirtió en alquería. Había un busto de Cervantes y varias escenas del Quijote representadas en azulejos que había mandado traer de Sevilla. Los naranjos y la tierra venían, en cambio, de Valencia. Así los visitantes podían respirar el aire de su tierra. Algunos se lo encontraban blandiendo una naranja, un esfera tan bruñida y lustrosa que parecía un adorno de navidad. Si no fuera imposible, uno se inclinaría a preguntarse si no se trataba de la misma naranja de su infancia, aquella que le había traído tanta suerte.