No es el fin del mundo
«La humanidad avanza en resolver sus retos ambientales y podemos albergar un prudente optimismo de que seremos capaces de mejorar la calidad de vida»
«La esperanza en el futuro surge de la fe en el pasado». Michael Ignatieff (historiador canadiense y antiguo líder de su partido liberal) respondía así, en la presentación madrileña de su libro En busca de consuelo, a una joven del público que dijo que no quería traer hijos a este mundo condenado por el cambio climático. La joven sufría, como tantos adultos de su generación, del conocido síndrome de ansiedad provocado por las noticias, cada vez más numerosas, de cómo el cambio climático iba a acabar con nuestra civilización sobre la Tierra.
Hannah Ritchie, autora de No es el fin del mundo, sólo tiene 30 años y «pasó por eso». Como afirma al principio de su libro (del cual he publicado una reseña en la revista universitaria IE Insights), estaba convencida de que a su generación le habían robado el futuro. Fue su trabajo como jefa de investigación y ahora editora de Our World in Data lo que le ayudó a ver el big picture sobre la crisis climática y a llegar a una conclusión «verdaderamente radical»: que la humanidad está en una posición única para construir un futuro sostenible. ¿Y cómo llega a esa conclusión? Analizando las series históricas de datos y desentrañando las tendencias que demuestran cómo la humanidad está haciendo progresos muy importantes en su lucha «contra los mayores problemas del mundo». Bien podríamos decir que la metodología de Ritchie se hace eco de las palabras de Ignatieff, a saber, que es mirando al pasado cuando encontramos la esperanza necesaria para afrontar el futuro.
Not the end of the World apareció en enero de este año y en muy poco tiempo ha recibido grandes elogios por parte de la crítica especializada. El libro lleva al lector en un viaje a través de los siete magníficos retos medioambientales a los que se enfrenta la humanidad: la polución del aire, el cambio climático, la deforestación, la alimentación, la pérdida de biodiversidad, el vertido de plásticos y la sobrepesca. Aunque el cambio climático es sin duda el que tiene el impacto de mayor alcance a largo plazo, es uno más de los siete retos de Ritchie. La contaminación atmosférica, por ejemplo, mata hoy a 7 millones de personas al año, una cifra trágica que no puede compararse con ninguna otra amenaza medioambiental. Sin embargo, tanto la polución del aire como el cambio climático tienen como principal responsable la quema de combustibles fósiles, por lo que la eliminación progresiva de la combustión de carbón y de petróleo contribuirá a mitigar ambos problemas. Así el libro nos va descubriendo las interdependencias entre los retos medioambientales del mundo, que a veces trabajan en la misma dirección y otras veces tiran en sentidos opuestos. Este «pensamiento sistémico» lleva al lector a conclusiones inesperadas que a menudo contradicen nuestras convicciones más arraigadas o nuestras (equivocadas) intuiciones.
«Richie pide a su generación que sea razonablemente optimista porque podría ser la primera en alcanzar el ideal de la sostenibilidad»
Richie pide a su generación que sea razonablemente optimista porque podría ser la primera en alcanzar el ideal de la sostenibilidad: «Satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades». Las emisiones de CO2 per cápita alcanzaron su tope en 2012 y han ido disminuyendo desde entonces, aunque lentamente; y en un mundo con una población en aumento, siempre que una métrica per cápita alcanza su tope, es señal de que el máximo de su valor absoluto está a la vuelta de la esquina. Aunque nos quedan muchos deberes por hacer, el despliegue cada vez mayor de las energías renovables y de vehículos eléctricos es un primer paso importante. Ritchie afirma que, aunque ya contamos con las herramientas necesarias para alcanzar este ideal de sostenibilidad, el reto reside en desplegarlas eficazmente a escala mundial, y propone que «nuestras soluciones de sostenibilidad tienen que ser escalables para muchos miles de millones de personas». También aboga por un «cambio sistémico y tecnológico a gran escala» y subraya lo inadecuado de creencias arraigadas que idealizan el modo de vida de las comunidades rurales o indígenas. En realidad, la vida urbana produce una menor huella de carbono. En esta línea, la autora descorre el velo de la falacia de «lo natural», según la cual lo que parece más natural es mejor, y reclama un cambio social en la forma de concebir la sostenibilidad, concluyendo que «la carne cultivada en laboratorio, las ciudades densamente pobladas y la energía nuclear necesitan un cambio de imagen».
Llegados a este punto, no sorprenderá al lector saber que la autora no es partidaria de las utopías del decrecimiento como solución a nuestros retos medioambientales. Si quisiéramos que todo el mundo disfrutara de la vida como los daneses lo hacen hoy, la economía mundial tendría que ser al menos cinco veces mayor que la actual. Si rebajáramos mucho nuestras expectativas y nos contentáramos con que los ocho mil millones de habitantes viviéramos con sólo 30 dólares al día, la economía tendría que ser el doble de grande de lo que es hoy. El decrecimiento es una de nuestras utopías más antiguas, hija de un anhelo ancestral por una forma de vida más sencilla. El poeta romano Horacio lo expresó en su famoso Beatus Ille hace 2.000 años, y Cervantes puso en labios de Don Quijote su «dichosa edad y siglos dichosos», celebrando la Arcadia feliz. Con el decrecimiento solo hacemos literatura, pero no precisión. Ritchie nos cuenta también que reciclar no nos lleva muy lejos en la reducción de nuestra huella de carbono: que más importante que la bolsa de plástico es lo que metemos en ella. Así, es implacable cuando defiende la necesidad de cambiar nuestros hábitos alimentarios reduciendo el consumo de carne de vacuno -sólo la producción brasileña de carne es responsable del 25% de la deforestación mundial-. Según sus datos, el impacto de la industria de vacuno es inconmensurable, desde la deforestación y la pérdida de biodiversidad hasta las emisiones de metano y el cambio extensivo del uso de la tierra. Igualmente nos explica su oposición a los biocombustibles de primera generación por la gran cantidad de suelo que consumen, porque fomentan la deforestación en zonas tropicales y desplazan los cultivos de alimentos sólo para acabar en el depósito de un coche.
Hasta aquí algunas de las muchas, bien fundadas e inesperadas enseñanzas de este libro, que el talento de la autora nos va desbrozando entre tanta maleza de datos y tendencias. Hemos dejado para el final la opinión de Ritchie sobre el papel que la prensa libre y las cadenas de noticias juegan en la educación de los ciudadanos sobre el cambio climático. La joven universitaria Hannah se esforzaba en su día por estar al día de las noticias, pero lo único que sacaba en limpio era que todo iba de mal en peor: las catástrofes naturales, las sequías, las enfermedades, la pobreza. Fue su profesor, el médico y estadístico sueco Hans Rosling, el que le enseñó que la mejor manera de averiguar cómo estaba cambiando el mundo era dando un paso atrás y estudiando los datos y las series históricas. Así concluye que «construir una visión sobre los retos medioambientales del mundo basada en el último incendio forestal o en el último huracán no es un buen método». Sería una gran noticia que la prensa libre tomara nota de este consejo y que, entre las noticias sobre huracanes y El Niños, proporcionara de cuando en cuando a su audiencia los datos que confirman que la humanidad está avanzando en la resolución de sus grandes retos medioambientales, y de que, si bien queda muchísimo por hacer, podemos albergar un prudente optimismo de que al mismo tiempo seremos capaces de mejorar la calidad de vida sobre el planeta Tierra.