Una mujer de letras
«Los mejores libros de Diane de Margerie fueron aquellos que surgieron de la vida vivida y la leída, y la memoria como herramienta del gabinete de un escritor»
Pronto hará un año que leí la necrológica de una mujer sobre la que, en principio, no sabía nada. Bajo su nombre destacaba una categoría: femme de lettres, femenino de «hombre de letras», que es expresión o título que me gusta mucho y define a algunos escritores con más precisión y riqueza que la sola palabra escritor. Hombre de letras, mujer de letras. Me detuve en las dos columnas, letra pequeña, que narraban la vida de, para mí, una desconocida. ¿Por qué nos detenemos ante alguien del que no sabemos nada, cuando son más aquellos de los que no sabemos, que aquellos sobre los que sí sabemos? ¿Es sólo el azar o existe una imantación que nos conduce hacia los que forman parte de nuestra casa espiritual sin que lo hayamos sabido nunca? Ambas preguntas son retóricas. Sabemos –por otras vías de conocimiento no consciente– más de lo que creemos y por supuesto que existe la imantación.
Ella se llamaba Diane de Margerie y yo, el responsable absoluto de mi ignorancia. O sea que escribir esta crónica oscila entre la satisfacción del principiante y una especie de penitencia. Que hubiera formado parte del jurado del Prix Femina no llamó mi atención particularmente. Su fotografía, en cambio, guardaba un parecido más que razonable con una amiga de mi madre que añadió technicolor a mi infancia y adolescencia. A medida que avanzaba en la necrológica –un género periodístico que, si se hace bien, es fascinante y es la muerte la que da el tono– fue trazándose un retrato del que no podía apartar los ojos. ¿Su genealogía familiar? Su madre era hermana de Alfred Fabre-Luce –gran amigo de Emmanuel Berl, a quien Modiano dedicó en su juventud un libro-entrevista– y había estado enamorada del poeta Rilke. Un primo de su padre se había casado con una sobrina de Marcel Proust.
«Diane de Margerie siempre destacó por su sentido del humor y su rapidez mental en la conversación»
Debido al oficio de su padre, diplomático de carrera, Diane de Margerie había crecido en Berlín, Londres y el Shanghai ocupado por los japoneses. En los 50 del pasado siglo se casó con un príncipe italiano de nombre rimbombante, se separó, vivió la dolce vita romana, fue amante de Moravia y casóse luego con el escritor y académico Dominique Fernández, hijo de Ramon Fernández, uno de los grandes personajes de la literatura francesa del XX: dandy en su juventud primera y dueño de un Bugatti que entusiasmó a Mauriac, pasaría de ser socialista y crítico literario de un periódico de izquierdas a compañero de viaje de los comunistas para ser después fascista y un destacado colaboracionista intelectual durante la Ocupación. (La biografía de Dominique Fernández sobre su padre, titulada Ramon, es tan apasionante como severa).
Pero volvamos a Diane de Margerie, de la que no nos hemos ido, 95 años al morir, lo que indica una cierta felicidad al encarar la vida. Ella la tuvo y siempre destacó por su sentido del humor y su rapidez mental en la conversación. En las fotografías aparece sonriente y aún se recuerdan sus ironías y bromas a coro con sus amigos Claude Michel Cluny –gran diarista, poeta y crítico de Le Figaro Litteraire, con el que siempre he de estar agradecido– y René de Ceccaty. Escribió una biografía de la estupenda Edith Wharton y tradujo, entre otros, a su maestro Henry James y a los poetas Thomas Hardy y Kathleen Raine. Prologó las obras de Virginia Woolf y escribió, amateur de lo japonés, un ensayo sobre Kawabata y Mishima. Retrató, dicen que, como nadie, a George Sand.
Y de la necrológica, a la vida. Sus mejores libros fueron aquellos, precisamente, que surgieron de su propia vida, la vida vivida y la leída, y la memoria como herramienta del gabinete de un escritor. Si una sobrina de Proust se había casado con un primo de su padre, Diane de Margerie, proustiana hasta la médula, dedicó un libro a lo oscuro en Proust, otro a El jardín secreto de Marcel Proust, de analogías entre las flores y los personajes proustianos, y el último que escribiría antes de morir, trata sobre Robert Proust, el hermano pequeño del escritor, como quien cierra un círculo. Otras formas de familia y la literatura las ofrece muy ricas y variadas. Fue una mujer moderna del siglo XX que vivió con naturalidad de heredera el XIX. Una mujer de letras que amaba las vidas de los otros porque su diferencia era otra muestra de la gran riqueza de la vida. Y la literatura, su testimonio.