El poder y la 'mierdra'
«La corrección política le ha dado relevancia pública a los humoristas. Lo que otros actores del mundo cultural no dicen, lo dicen ellos»
El payaso Tiririca ha sido el segundo congresista más votado en la historia de Brasil, y Boris Johnson el primer primer ministro, valga la redundancia, que eligió gobernar como bufón más que como rey. Excepto por ellos dos, y quizá Beppe Grillo, los políticos, presidentes o mandatarios de todos los tiempos y todos los lugares han preferido inspirar respeto. Puestos a elegir, entre provocar el miedo y la risa, se inclinarían por el primero.
Quizás por eso, cuando los tiempos modernos ampliaron los márgenes de libertad para pintar, escribir y opinar sin temor a la convención o a la autoridad, el poderoso se convirtió en blanco del humor. Alfred Jarry fue el precursor. Con el estreno de Ubú rey en 1896, puso a rodar una bola de nieve que no paró de crecer durante más de un siglo. Su obra afinó y reencausó la mirada para que nos fijáramos, no en la virtud sino en el vicio del político. “¡Mierdra!”, gritaban sus personajes, porque eso era lo que su obra nos enseñaba a ver: la mierdra oculta –o no tanto- de quien aspiraba a quedarse con el poder.
Jarry fue el niño inocente que se carcajeó en palacio sin reparar en los protocolos. Tal vez no previó el efecto de su burla, pues murió antes de tiempo, hinchado de absenta y con un mondadientes en los labios. Dos años después, en 1909, empezaría la arremetida de las vanguardias revolucionarias del siglo XX. Todas ellas, sobre todo la humorística que acrisoló el germen de la irreverencia y la desmitificación, el dadaísmo, se encargaron de poner el mundo al revés. O no tanto, pero sí de burlarse de las autoridades precedentes y de redefinir los conceptos a su antojo. La risa se convirtió en el arma sacrílega que hacía el milagro. Burlándose del concepto de arte, hicieron que el arte mutara. No hubo un mejor corrosivo para atacar las superficies pulidas y dejar la mierdra expuesta.
«Desde que los artistas contemporáneos decidieron salvar el mundo en lugar de reírse de él, en los museos encontramos piezas benevolentes y bienintencionadas»
Pero desde que los artistas contemporáneos decidieron salvar el mundo en lugar de reírse de él, en los museos encontramos piezas benevolentes y bienintencionadas. Vamos a ver la bondad de nuestros creadores. Los únicos que siguen metiéndose donde nadie los ha llamado y desternillándose con las estupideces de nuestro tiempo, empezando por la corrección política y la práctica manida de abrillantar una marca personal hablando de cambio climático, inclusión o víctimas (mejor si la víctima es uno mismo) son los humoristas. Ricky Gervais, Dave Chapel, Bill Maher o hasta Seinfield, que se anticipó en los noventa metiéndose con los calvos.
Es una de las paradojas de nuestro tiempo. La corrección política le ha dado relevancia pública a los humoristas. Lo que otros actores del mundo cultural no dicen, lo dicen ellos. Tal vez sean los últimos herederos de Jarry: solo a ellos parecen tenerle respeto, incluso miedo, los políticos, y la costosa contratación de un humorista que compita con El Hormiguero de Pablo Motos parecería demostrarlo. Tal vez siempre ha sido así. El humor se toma licencias que otros géneros no pueden tomarse. Pero el que hoy tenga tanta importancia, significa que por ahí se están diciendo cosas que por otros canales se callan.