Lecciones básicas del ataque de Irán a Israel
«La causa palestina está secuestrada por Teherán y su engendro Hamás, imposibilitando cualquier solución negociada»
La revolución de 1979 que convocó en su furia justiciera a la mayoría de la población de Irán, cansada del latrocinio de la familia real de los Reza Pahlavi, fue rápidamente expropiada por el ayatolá Jomeini, a pesar de que su participación se limitó a unas soflamas incendiarias desde la comodidad del exilio parisino. Tras el asalto al poder, convirtieron la revolución en la versión persa del mito griego de Saturno devorando a sus hijos. Con Jomeini y el arco social que derribó al Sha sucedió lo mismo que con Lenin, exiliado en Suiza, y la caída de los Románov, tras la cual los bolcheviques aprovecharon para destruir a todas las facciones políticas que la hicieron posible. La historia no se repite cíclicamente, pero sí establece ecos y regurgitaciones.
La dictadura integrista que se abate desde entonces sobre la plural y moderna población iraní es cruenta e implacable y se resume en una sola palabra: sharía, de la que el hiyab femenino obligatorio es solo una de las consecuencias. Como en toda tiranía religiosa, dios se mantiene al margen y son los hombres los que hablan en su nombre, los que imponen la censura, una represión salvaje de cualquier disidencia o malestar social, los ajusticiamientos públicos y los castigos corporales. Y aunque todos padecen este sistema de poder, las víctimas principales son las mujeres y las minorías religiosas y sexuales. La apostasía y la homosexualidad se castigan con la pena máxima. Los testimonios están al alcance de cualquiera y son concluyentes. Las más vehementes, las mujeres iraníes libres. Pienso en las abogadas Shirin Ebadi, premio Nobel de la Paz, y Nasrín Sotudé; en la cineasta Marzieh Meshkini, premiada en Venecia por El día en que me convertí en mujer; en la ilustradora Marjane Satrapi, mundialmente celebrada por su novela gráfica Persépolis; o en la conmovedora escritora Azar Nafisi, autora de Leer Lolita en Teherán.
En guerra con el islam de los suníes, la negra mano de los ayatolás se esconde detrás del régimen sirio de Bashar al-Asad o de la desestabilización del otrora próspero Líbano a través del grupo terrorista Hezbolá. La causa palestina también está secuestrada por Teherán y su engendro Hamás, imposibilitando cualquier solución negociada.
«Pedro Sánchez tuvo que ser reconvenido para que condenara el ataque, eso sí, sin ‘manchar’ su tardío e hipócrita tuit con el nombre de la víctima, Israel»
Esto lo sabe cualquiera en las cancillerías de Occidente. Incluso lo saben y lo aceptan tácitamente los países árabes vecinos. Todos, menos Pedro Sánchez, que busca en el exterior la popularidad perdida en el interior, agotado el cofre de medidas populistas por sus impresentables pactos de investidura, y que tuvo que ser reconvenido para que condenara el ataque, eso sí, sin «manchar» su tardío e hipócrita tuit con el nombre de la víctima, Israel. El peligroso demagogo que destruye la democracia española se empeña a trasladar su negro legado de España al mundo, del Peugeot 407 (diésel) al Falcon 900 (trubosina).
La pulsión dictatorial de los ayatolás no se limita al mundo musulmán. Ataca personas concretas, de manera pública, como al escritor británico Salman Rushdie, o sibilina, como al brillante parlamentario español Alejo Vidal-Quadras, que sigue esperando una llamada de aliento del presidente, o al menos de su ministro del Interior. Ambos, por fortuna, sobrevivientes de sus respectivos atentados.
También se esconde detrás de actos terroristas con múltiples víctimas en todo el mundo, como bien saben en Buenos Aires, París o Bruselas, y patrocina tontos útiles, como la primera televisión de Pablo Iglesias, o políticos desesperados, como Nicolás Maduro en Venezuela. Irán tiene mucho poder militar, crecido por su alianza antioccidental con Putin, y mucho poder económico, gracias a su majestad el petróleo. No sólo por la producción propia y sus inmensas reservas, sino porque controla el tráfico marítimo de la energía del mundo, tanto en el Golfo Pérsico, su frontera natural, como en el Mar Rojo, a través de los hutíes, los rebeldes yemeníes que también patrocina.
Occidente ni puede ni quiere ir a la guerra contra Irán. Lo entiendo. Tampoco puede sostener su bienestar acumulado con una energía escasa o a precios prohibitivos. Pero sí puede extraer unas lecciones básicas de la proeza de Israel de lograr, gracias a su superioridad tecnológica, desbaratar un enjambre de drones (185) y misiles (110 balísticos y 36 crucero), como los que están destruyendo Ucrania, sin daños ni apenas víctimas (solo una niña de siete años herida, con un trozo de metralla).
La primera es, justamente, que la seguridad e integridad de Israel, límite de Occidente y dique de contención, no son negociables. La segunda, que la derrota de Hamás debe ser absoluta y es la única puerta de entrada, estrecha, a cualquier solución viable del drama palestino. La tercera, que deben apoyar a los disidentes y opositores a la dictadura de los ayatolás, ya que sólo un Irán democrático es garantía de futuro para todos. La cuarta y más importante, hay que impedir por todos los medios que los ayatolás se hagan con la bomba atómica, porque el día que eso suceda, y está cerca, los problemas del mundo dejarán de ser solucionables y todo será, como reza el evangelio de Marcos, «llanto y rechinar de dientes».