THE OBJECTIVE
Daniel Capó

La intimidad es conservadora

«La intimidad se nutre de la memoria que, cuando es generosa y no sectaria, civiliza a los pueblos y les da consistencia»

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La intimidad es conservadora

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Hace unos días, le dije a Gregorio Luri que ser conservador consiste en cultivar la intimidad. Creo que le gustó la definición, aunque sea poco más que un aforismo. Leer un libro en soledad o con alguien al lado (tus hijos, tu esposa, un amigo…); escuchar música en el tocadiscos de casa; cocinar para alguien y hacerlo con el cuidado que merecen las cosas santas; pasear por las calles de una ciudad siguiendo el trazado de una geografía amada: detenerte en esa panadería o en aquel quiosco –o en ambos lugares– y tomar un café; o, simplemente, sonreír sin hablar mucho y siempre en voz baja, que es como se dice lo importante. La intimidad está en las antípodas de la vida social, siempre ansiosa por el aplauso y la aprobación. La intimidad se nutre de la memoria que, cuando es generosa y no sectaria, civiliza a los pueblos y les da consistencia. Como a las personas, claro está, si no queremos caer bajo el azote de un viento que sopla al albur de las modas.

Miro al norte y veo allí el rostro de una cultura que se ha hecho intimidad de un modo que desconoce el ruidoso barroquismo de la cuenca mediterránea. En aquellos países –de Inglaterra a Suecia, pongamos por caso–, el color de los gobiernos puede cambiar algunas costumbres pero nunca el sustrato de una sensibilidad culta, que permanece anclada en el recogimiento. En este sentido –y en tantos otros–, Lutero triunfó en su propósito. Se diría que lo íntimo es sencillamente la consciencia del hombre sostenida por una belleza especial: un libro en lugar de una pantalla, por ejemplo; un cuarteto de cuerda o una orquesta sinfónica en lugar de guitarras eléctricas o de sintetizadores. ¿Sería un mundo más aburrido? No creo; pero sí un lugar distinto desde luego.

«El mundo burgués intentó, entre el siglo XIX y principios del XX, cultivar los modos de la intimidad»

El mundo burgués –reducido, es cierto, a una clase social muy determinada– intentó, entre el siglo XIX y principios del XX, cultivar los modos de la intimidad. El historiador John Lukacs se refirió la «luz burguesa» para definir esa sensibilidad especial. Situó su origen en el mundo moderno –hacia 1492– y su desaparición en la II Guerra Mundial, cuando la maquinización del planeta se volvió imparable. Lukacs pensaba, sin embargo, que, a pesar de su muerte, aquella luz burguesa perviviría al igual que el arte griego, como un fósil del paraíso, como el recuerdo de unos caminos por los que el hombre había transitado durante un tiempo, haciendo posible una época y un espacio de belleza.

Pero estas son las grandes corrientes de la cultura, y la intimidad consiste en algo mucho más cercano. Íntima era la estética, el gusto y la espiritualidad del Císter en la Edad Media; como también lo sería Erasmo de Rotterdam, Marcel Proust o Albert Camus. Íntimas son las cantatas de Bach y el piano de Beethoven y la poesía de Pessoa. Íntima es la sombra de los árboles y los jardines de Roma, pintados por Velázquez, y los bodegones o naturalezas muertas de Zurbarán y de Georges de la Tour. Íntimos son los lieder de Schubert, de Schumann o de Mahler; y las fotografías de Plossu, el cine de Bergman, de Dreyer y de Terrence Malick. Se dirá que no todos ellos fueron conservadores, pero sí lo eran de algún modo: mezclando lo antiguo y lo nuevo, siendo profundamente humanos, es decir, característicamente distintos, amantes de la memoria, nada ruidosos.

Porque sólo la voz queda deja hablar al hombre. Y sólo ella nos permite escuchar verdaderamente la hondura del corazón.

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