¿Una ikurriña en Madrid?
«Ojalá los madrileños, sean esos quienes sean, se mantengan ajenos a esta fiebre identitaria. Manténganse libres, manténganse a salvo»
Hace ya muchos años que vivo en este reducto carpetovetónico que llaman Madrid, pero que no es Madrid sino una especie de ciudad sin raíces; que se puso aquí como se pudo haber puesto en cualquier parte, aprovechando una de las muchas ruinas musulmanas que hay por cualquier lado. De hecho, si lo piensan, tiene algo de justicia histórica: la base de la Cibeles, diosa griega, cuna del pensamiento; de los museos neoclásicos, seña de identidad madrileña; o de las cinco torres esas de Florentino, cúspide de la modernidad hispánica, son unas ruinas puestas sobre el papel por vez primera a manos de un tal Ibn Haiyan.
Madrid es ecléctico, es contrario al identitarismo, desde sus mismos cimientos. El otro día leí a Patricio Pron, en un prólogo para una novelita de Zweig, una frase que decía algo así: cada vez que escarbas, aparece una patria. En Madrid, si escarbas, no aparece tanto una identidad, cuanto una tierra líquida que se amolda a las distintas identidades que deciden patearse la meseta y, quizás, tomarse un vino en el mesón más antiguo de España o pernoctar en una de esas posadas galdosianas que recogían igualmente a los demócratas nostálgicos de Cádiz como a los fernandinos que abrazaban las caenas.
«Las elecciones de prácticamente toda tierra se ven cada vez más influenciadas por los identitarismos»
Yo supe esto desde el mismo momento en que me puse una de esas Converse que sólo vienen a cuento a cierta edad sobre el piso de la estación de autobuses de Méndez Álvaro. Allí nadie te miraba, nadie te auscultaba bajo las RayBan, nadie te pedía el escudo heráldico ni te exigía más peajes que hacer uso de la voluntad o el albur que te hubiese llevado allí. Lo supe también cuando pocas semanas más tarde me dejaban tomar una cerveza en los corrillos de andaluces, gallegos, napolitanos, chilenos, ingenieros, periodistas, jubilados o alumnos de colegio mayor; cuando en las catas colocaban vino de cualquier parte, no necesariamente «de aquí»; cuando para el nombre de los niños no había que pensar en si era autóctono o no, si era vasco, catalán, inglés o saharaui; cuando en la jubilación todo el mundo piensa en marcharse bajo la higuera de cualquier lugar.
Este domingo me topé, en Argüelles, con un grupo de gente que observaba la televisión vibrando cada vez que el PNV, Bildu, el PP, el PSE o cualquier otro enganchaba un voto por aquí y lo perdía por allá. Portaban una gran ikurriña que habían colgado de la pared del bar asturiano donde apenas una hora más tarde habrían de vibrar con el fútbol los vecinos. No pude evitar pensar en qué hubiera pasado si un grupo de madrileños colocara la bandera esa de las estrellas que a nadie importa en alguna taberna abertzale. Pero sobre todo no pude dejar de recrearme en el hecho de que las elecciones de prácticamente toda tierra se ven cada vez más influenciadas por los identitarismos, por los sectarismos, por el ADN, por todo aquello que sentía que había perdido cuando siendo apenas un crío puse los pies en Madrid.
Para más inri, el Gobierno central, por necesidad, cada día se inclina más hacia esta suerte de regionalismo garrulo que mira más el espejo que la ventana. Ojalá los madrileños, sean esos quienes sean, se mantengan ajenos a esta fiebre identitaria. Porque la voluntad histórica es cíclica, y los mismos que hoy besan el árbol de Guernica por esto mañana serán vilipendiados por lo otro. Sólo las regiones libres se mantienen ajenas al espectáculo. Manténganse libres, manténganse a salvo.