No he leído ni leeré a Luis Mateo Díez
«Del nuevo Cervantes me ha echado para atrás sin duda lo del reino de Celama: en cuanto le oigo a un escritor hablar de su ‘territorio mítico’ desenfundo el revólver»
En su discurso de recepción del premio Cervantes ha dicho Luis Mateo Díez: «Nada me interesa menos que yo mismo». A mí me pasa igual: nada me interesa menos que Luis Mateo Díez. Toda la vida oyendo hablar de «los leoneses» (¡hubo un boom de novelistas de allí!) y no haber leído ni una línea de ellos; y menos que de ninguno, de Luis Mateo Díez. Supongo que no lo haré ya. Del nuevo Cervantes me ha echado para atrás quizá su pinta anodina, funcionarial (puede que haya ayudado saber que es funcionario), y sin duda lo del reino de Celama: en cuanto le oigo a un escritor hablar de su «territorio mítico» desenfundo el revólver. Pero tranquilos: no es para dispararle a él, sino para dispararme a mí. No soporto esos infames duplicados del mundo que son los «territorios míticos», como si no tuviéramos bastante con el habitual. En cuanto sé de uno, me quiero quitar de en medio. ¡Todos ellos no son más que Macondos sin gallinazos; salvo el propio Macondo, que es un Macondo con gallinazos y por eso el peor!
Un problema (¡o una ventaja!) de los que estamos sepultados en libros es que hacemos todo lo posible por despejarnos de libros, a manotazos si hace falta: a la mínima (y por capricho frecuentemente) hacemos un escrutinio nada donoso. Tarea inútil porque, como escribió Gabriel Zaid en un libro, siempre hay demasiados libros. Cualquier despeje, cualquier canon negativo, es un mero arañazo en la totalidad. Pero alivia. Entre todo lo que no he leído y sí quiero leer (¡Dickens, Eça de Queiroz, Musil, Naipaul, Benet, Bellow, Roth –cualquier Roth–, Brontë –todas las Brontë–, Austen, Woolf!), al menos sé que no voy a leer a Luis Mateo Díez. Puedo asistir al espectáculo o espectaculito de Luis Mateo Díez sin culpa, sin la comezón de no haberlo leído ni saber ni papa del reino de Celama (en el que me gustaría entrar un ratito, lo confieso, para colar una pareja de gallinazos en un trasportín, en plan Arca de Gabo, y soltarlos para macondizarlo un poco).
«Hay prestigios que dependen de la presencia del autor; y en igual o mayor medida de que no se contraste con la lectura de sus libros»
Los aficionados a la literatura (¡odio también la palabra letraherido!) somos aficionados a más cosas que a leer: a entrevistas con autores, presentaciones, suplementos culturales, reportajes, reseñas, cotilleos, conferencias, diálogos, mesas redondas, ¡discursos! Somos aficionados a un universo muy vasto fundado en los libros, de los cuales siempre hemos leído poquísimos por comparación. Sé mucho de autores de los que no he leído ni leeré nada, cuáles son sus libros buenos y malos, si son admirables o despreciables, qué podría gustarme de ellos y qué no, de qué van, qué venden… Son como colegas virtuales, unos me caen simpáticos, otros antipáticos y otros (la mayoría) me dan igual, pero sus libros no los he leído. Son la espuma de algo que ignoro.
Al final, entre tanto atiborramiento, es el autor, con su persona y su discurso, el que sostiene su obra. Lo que él dice de él es lo que se piensa más o menos de él, con la ligera corrección de lectores y críticos. Hay prestigios y famas que dependen exclusivamente de la presencia del autor; y en igual o mayor medida depende de que no se contraste con la lectura de sus libros: a veces me ha ocurrido que por fin he ido a leer a un autor prestigioso o famoso y no daba crédito a su prestigio o su fama con una obra tan mediocre. Por eso ya casi no queda nada cuando un autor muere. Solo quedan sus libros, que ni antes ni después ha leído demasiada gente.